Con 1975 a la espalda, y a los trece años, empecé primero de BUP en laAcademia Febrer. Allí conocí la libertad que suponía gozar de una mayor madurezestudiantil. Se nos permitía fumar, podíamos entrar y salir a nuestro antojo ygozábamos de la confianza de nuestros profesores para decidir sobre nuestro futuro.Algo terriblemente perjudicial para un chaval que se empeñaba en descarriarse amarchas forzadas.Aparte, como el instituto se encontraba a una distancia considerable de nuestrodomicilio, mis padres decidieron entregarme quinientas pesetas diarias para quepudiera comer fuera y estudiar sin perder el tiempo con los transportes públicos. Peroyo, en cambio, empecé a desarrollar mi picaresca habitual, aficionándome a la buenavida y pillando un par de taxis diarios para acercarme hasta la academia.Ni por asomo se me pasaba por la cabeza coger el metro, y lo cierto es que no meimportaba pagar la carrera de una peseta si con ello ganaba en comodidad. Mi lógicano valoraba el dinero que me costaba ir y venir de un lugar a otro.De hecho, varios fueron los motivos que me llevaron a asumir tal actitud respectoa lo que debía o no debía hacer. El primero de todos se centraba en que los añossetenta habían sido realmente excelentes para la gente trabajadora, gracias a laapertura empresarial con respecto al comercio exterior. Y como los currantes tenían laoportunidad de llenarse los bolsillos, mi padre decidió probar fortuna: creó unapequeña empresa con dos o tres trabajadores para arreglar todo tipo de aparatoselectrónicos, convirtiéndose en lo que vulgarmente se conocía como un chapuzas debarrio. Pero tanto fue su empeño en tirar adelante el negocio que en el transcurso deaquellos años tuvo la suerte de cara, consiguiendo un contrato a largo plazo comoservicio técnico de una importante empresa de electrodomésticos.Una buenaventura que le hizo pasar de ser un don nadie a nivel económico, aconseguir guita de una forma constante y diaria. Por eso solía llegar a casa con unbuen fajo de billetes en el bolsillo. Y como me atraía especialmente pillarle el dinerosin que se diera cuenta, siempre que estaba en mis manos le soplaba al descuido untalego del montón que solía depositar sobre su mesita de noche. Además, por lamañana, mi madre me daba las quinientas pesetas habituales para ir al colegio, y conello acababa con mil quinientas pelas, que me pateaba sin reparo.Provisto de aquella pequeña fortuna, iba y venía de la academia en coche (comoun señor), papeaba fuera y, sobre todo, disfrutaba invitando a mis colegas a todo loque se les antojara. Pero, desgraciadamente, aquella muestra de generosidad siempre fue una de mis principales debilidades. Gastar a lo loco, compartir el dinero conaquellos que me rodeaban, fue algo que jamás me importó y a la larga me arrastróhacia la perdición.Podría decirse que paulatinamente me fui habituando a un ritmo de vida del quenunca supe desengancharme del todo.En mis primeras andadas por la academia me enrollé con una tal Susana López,después de que se me metiera entre ceja y ceja. Se trataba de un bombón de la zonaalta a la que enseguida le eché el ojo y de la que aún conservo un grato recuerdo. Erauna buena chica que un día, sin más, me comentó que una amiga suya, llamadaSandra Martínez, solía moverse con un grupo de gente que le daba a la droga.Como en aquel momento el tabaco ya era una droga para mí, y yo era incapaz dedistinguir el hachís de la heroína o la cocaína, sus palabras despertaron en mí elinconsciente monstruo de la curiosidad que todo joven tiene cuando le cuentanmaravillas de un mundo tabú.