11 El primer pico de heroína

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Un año después de mi forzada separación de Estefanía, circulaba con mi vespapor plaza Molina, maqueado con una elegante chupa de piel cruzada, unos botines depuntera marrón oscuro y una chulería de tres pares de cojones.Durante todo aquel tiempo me había adentrado en el mundo de la golferíasemiprofesional, de modo que empezaba a tener tablas en el asunto. Pero en el temade las drogas aún no había superado la barrera de los canutos y los ácidos,manteniendo cierta inexperiencia con el resto de los estupefacientes que solíanconsumirse en la época.Como de costumbre, me encontraba cerca de la discoteca Metamorfosis, en CalvoSotelo, la zona más movida de la parte alta de la ciudad. De hecho, a escasos metrosse encontraban el Zacarías, Don Chufo, Charly Mas, Bacarrá, 98 Octanos, Belfos,Taita, la Araña y el Casino. Y justo cuando pasaba de largo con mil cosas en lacabeza, creí ver a Estefanía saliendo del Don Chufo.Algo desconcertado por no saber si realmente se trataba de mi socia osimplemente de una piba que se parecía un montón, escuché cómo alguien gritaba minombre a lo lejos. Reaccionando al instante, me di cuenta de que había reconocido elinconfundible tono de su voz. ¿Cómo iba a olvidarla después de tantos buenosmomentos?Emocionado por lo que intuía iba a ser un bonito reencuentro, me acerqué hastaella, aparqué la moto y charlamos con la agradable sensación de volver a encontrarmecon alguien a quien apreciaba infinitamente. Pero, de repente, Estefanía me pidió quela acompañara a un lugar del que no quiso darme detalles. Evidentemente, accedí sinhacer preguntas, pero con la mosca detrás de la oreja. Hacía mucho que nocoincidíamos, pero la conocía de cabo a rabo, y sabía que tenía escondido un as en lamanga para llevarme al huerto. Así que, montada en mi vespa (ella segura de que yano me iba a rajar), me susurró al oído: «Miguel... arranca el primer retrovisor decoche que te encuentres».La muy jodida era consciente de que no podía negarme a sus peticiones y, quizápor ello, evoqué una sonrisa adolescente mientras le daba gas a la moto. Actoseguido, y con el mismo impulso generado por la aceleración del motor, capturé elprimer retrovisor con que me topé para entregárselo en mano y preguntarle adóndequería ir.Satisfecha por mi muestra de lealtad, me pidió cariñosamente que la acercase a unparque. Durante la travesía no dejé de observarla por el retrovisor de la moto, quedándome prendado de su dulce expresión y del ir y venir de las callesescuetamente iluminadas de Barcelona. Al llegar, aparqué la moto y nos dirigimos alparque. Según me contó, frecuentaba aquel lugar básicamente para chutarse y ponerseciega con sus colegas.No negaré que en cierto modo me sentía avasallado por su personalidad. Eraconsciente de que aquella preciosidad era un alma gemela a quien no podía negarnada, aun sabiendo que me iba a llevar por el camino de la amargura. Así que, sintener la menor idea de la repercusión que aquel instante iba a tener en mi vida, prontodescubrí qué era un pico de jaco, mediante uno de los métodos más refinados ycuriosos con los que jamás me he encontrado. Desde luego, Estefanía era especial entodo lo que hacía: conseguía que participase en sus chanchullos.Doy fe que el método que utilizó para pincharse no se lo he visto hacer a nadiemás que a ella, y eso que me he chutado durante años con todo tipo de individuos quemostraban una imaginación sin igual al tirar de aguja.Cuando nos adentramos en aquel parque improvisado en medio de la ciudad,comprendí la necesidad de obtener un retrovisor cualquiera. El caballo de Estefaníaera una piedra que se tenía que ir rascando, para extraer su polvo, así que cogió lapiedra de un pequeño neceser que llevaba en la chaqueta y la empezó a picarpacientemente con una cuchilla de afeitar hasta convertirla en una masa parecida alazúcar o la harina. Al mismo tiempo que cumplía minuciosamente con el proceso, meiba contando sus vivencias por el País Vasco durante aquel largo año de exilio.Como ya he comentado, en aquel momento me encontré en el aprieto deesconderle que jamás había catado el caballo. Una putada, porque lo último quedeseaba era que ella tuviera una imagen infantil e inocente de un tipo con misposibilidades. Opté por mantener un silencio sepulcral mientras observaba cómorecogía parte de aquel preparado con la gillette que había utilizado para picar lapiedra. Seguidamente volvió a extraer del neceser una cajita de cerillas a la quearrancó rápidamente la parte donde se prende el fósforo.Yo la miraba perplejo y ansioso por averiguar el final de todo aquel proceso, perola vergüenza de reconocer que era un pardillo en ese campo me impedía abrir la boca.Consciente de lo que pasaba, Estefanía no dejaba de sonreírme con cierta sutileza,intuyendo que me había quedado encandilado con su cuidadosa forma de maniobrar.Sin más, tiró todas las cerillas y me pidió que le sostuviera la parte interior de lacaja. Simplemente pretendía utilizar el improvisado cartón para sus quehaceres. Actoseguido extrajo de su bolsillo un paquete de Marlboro, lo desprecintó para quedarsecon el envoltorio transparente que lo rodeaba, y prosiguió con el ritual. Sujetando consu mano izquierda la cuchilla con el preparado de heroína, me pidió que envolviera elcajoncito de cartón de las cerillas con el envoltorio del paquete de tabaco. Una vezacatados y ejecutados sus deseos, quiso que lo sostuviera sobre mi mano derecha.Fue entonces cuando extrajo del neceser una jeringuilla hipodérmica y un potecitode agua destilada. Vertió la mezcla de heroína sobre el envoltorio transparente que  cubría la caja de cerillas y con el culo del émbolo de la jeringa empezó a mezclar elcontenido hasta que consideró que era el momento de absorberlo lentamente.Ya con el utensilio lleno de caballo, se pinchó cuidadosamente, siguiendo unmeticuloso procedimiento de tres bombeos. En el primero, su sangre empezó amezclarse con el jaco, y en el tercero su corazón decidió bombear a un ritmo elevado.Debo decir que jamás he visto a un yonqui de pura cepa pincharse con tantaelegancia como Estefanía. En pocas palabras: todos los yonquis íbamos a piñón fijo ydesesperados por sentir cómo el caballo trotaba por nuestra sangre.Me impresionó mucho verla sumergida en esa especie de nirvana interior. Antemí, estaba experimentando lo mismo que había escuchado o leído de mis referenciasmás directas. Y me negaba a ser menos. Quería sentir la misma sensación de placer ybienestar que todos defendían a capa y espada. Así que, cuando me ofreció un pico,lo acepté con los ojos cerrados. Estaba ansioso por descubrir a qué venía tanto cuentochino.Afortunadamente, Estefanía dedujo que yo no estaba habituado a tomar caballo,así que me preparó una dosis más ligera que la suya. Me picó mediante tres suavesbombeos y, en cuestión de segundos, se abrió paso en mí una de las sensaciones másincreíbles que han padecido todas y cada una de las células de mi organismo.Lamento decirme a mí mismo que aquel instante fue indescriptible. Me sentó defábula.Estaba de lo más animado y me sentía capaz de cualquier cosa, así que convencí aEstefanía para ir a pata hacia la plaza Calvo Sotelo. Durante el paseo descubrí que,por mucho que intentase enderezar mi cuerpo, no podía evitar balancearme por lacalle. Era como si me hubieran dejado tirado en medio de un barco pesquero yatrapado en una de esas tormentas que te hacen creer en Dios. Al ver mi estado,Estefanía se partía el culo. Comprendía mi reacción porque la conocía al dedillo, yquizá por ello me sujetaba el brazo para que mantuviera el equilibrio.Pasada la zona del Turó Parc, nos vimos obligados a hacer una parada,sentándonos cinco minutos en un banco. El asfalto no dejaba de bascular de un lado aotro y empezaba a experimentar un mareo de espanto, así que mi compañera sugirióentrar en el Belfor para tomarnos una copa y esperar a que se me pasaran todos losmales. Traspasadas las fauces de aquel garito, la desagradable sensación de sequedadbucal me llevó a considerar muy seriamente la conveniencia de refrescarme cuantoantes. Así que pedí un zumo de melocotón bien fresco y lo engullí de un solo trago,como si se tratase del whisky que el alcohólico empedernido traga después de variosdías de abstinencia.La suave esencia del zumo bajando por mi esófago y expandiéndose por todas ycada una de las terminaciones de mi cuerpo fue mano de santo, pero por culpa delchute y de las alteradas sensaciones que mi mente estaba experimentando, empecé airritarme por unos individuos que hablaban en un tono tremendamente alto. Como noquise enviarlo todo a la mierda por una gilipollez, me dejé convencer para que nos fuéramos al Taita a tomarnos la siguiente copa.Allí saludamos a unos cuantos conocidos y, al poco rato de haber entrado,aparecieron dos amigas de Estefanía. Susy y Mónica eran dos chicas de nuestramisma edad, que, para variar, destacaban por su espectacular atractivo físico y porquetambién estaban metidas en el tema del caballo. Las invitamos a sentarse connosotros y, entre sonrisas y obviedades, formamos un grupo de colgados a los quesolo les quitaba el sueño disfrutar de un buen rato. Se trataba simplemente de eso, desaber aprovecharse del bienestar que el jaco te aportaba y evadirte de una vida a laque le veíamos un futuro más que incierto.Pero lejos de sentirme mejor, pronto experimenté los típicos daños colaterales quesuelen padecer los heroinómanos primerizos. Puede que fuera el compuesto químico,que centrifugó en mi estómago removiéndolo con violencia, pero en cuanto meacerqué a la barra y pedí el segundo zumo de melocotón de la noche, la lie parda.Ingerido el zumo, lo expulsé íntegramente sobre el rostro del camarero casi a lamisma velocidad que me lo había metido entre pecho y espalda. El pobre tipo recibióla peor noticia que a uno le pueden dar cuando curra de cara al público, pero acabóreaccionando mejor de lo esperado. Al escuchar el sonoro rugido interno de misentrañas, el garito entero permaneció en silencio durante unos segundos. Esperaban,ansiosos, una reacción del ofendido receptor; afortunadamente, esta jamás llegó. Esosí, el tipo se acordó de toda mi puñetera familia, y en especial de mi sagrada madre.Y ahora diré algo que quizá resulte curioso: potar sobre aquel tipo supuso elasentamiento definitivo de la heroína en mi sangre.

Confesiones de un gánster de BarcelonaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora