9 Buscándome la vida

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Resumamos: con solo dieciséis años, iba armado y me habían echado de casa enmás de una ocasión, pese a que siempre acababa regresando al nido gracias a losdesesperados ruegos de mi madre.El difícil día a día con mis padres y las incesantes y comprometidas situacionesen las que me iba involucrando provocaron que a mi progenitor se le hincharan laspelotas y quisiera darme puerta. Evidentemente, cualquier mal paso se reflejaba en mientorno familiar, pero mi madre solía hacerse la sueca, posicionándose de mi ladocuando intuía que estaba a punto de liarla.Hasta los trece años, la situación en nuestro hogar no había sido muy diferente alo convencional. Quizás existían problemas derivados de los suspensos que ibaacumulando, o bien a causa de las noches en las que regresaba mucho más tarde deltoque de queda, por lo demás todo iba por su cauce. Pero las cosas cambiaron decuajo y, como ya he comentado, de los trece a los quince desarrollé los pilares básicosde mi nueva personalidad, basándome en los principios de la calle y el trapicheovulgar. Al verme a mí mismo como con una planta más imponente de la habitual, afína las bandas callejeras y con una facilidad espantosa para conseguir dinero fácil, ladecisión estaba tomada: era uno de esos hombres que viven al margen de la ley.Desde un principio, había desarrollado mi personal don de gentes acompañado deindividuos mayores que quedaban a partir de las nueve de la noche. Y como a mí meobligaban a llegar antes de las diez, esa diferencia horaria generó fácilmente unconflicto familiar. Se trataba de una absurda obligación, que me daba por culoespecialmente, y supongo que fruto de la constante insumisión, mis padresempezaron a darme carta blanca para salir hasta más tarde. Yo me lo tomé al pie de laletra y sin temer ninguna represalia por su parte.Me sentía íntegro y hercúleo ante todo y todos, y nada podía frenar mi fulguranteentrada en el mundo de la incontrolada adolescencia. Estaba todo preparado... o almenos eso creía. Quizá por creerme tan listo, a mi padre le engañaba con mil excusas,pero cuando se enteró de que le tomaba la cabellera, explotó de mala manera. Llegóun punto en que se percató de todo el dinero que le había estado hurtando sin hacerruido. Mi forma de actuar le había estado consumiendo por dentro y, de tanto callarse,se lio gorda.Aquella fue mi primera salida importante del núcleo familiar, y una de las tantasque se produjeron durante los siguientes años.Previamente al día de los hechos, mi madre había encontrado una inteligente estrategia para tenerme en casa hacia las diez de la noche. Se trataba de algo tansencillo como prepararme unos bocadillos de pechuga de pollo que, bajo mi humildepaladar, estaban muy por encima de cualquiera de sus otras obras culinarias. Despuésde todo, la mujer se contentaba con tenerme en casa cada día a las diez de la noche,porque al menos veía que estaba bien. Y aunque más tarde volvía a largarme, almenos podía controlarme media hora. Pero, claro, a mi padre aquella simbólicaimplicación no le parecía convincente, sino más bien un interesado acto de presencia.Y en una de esas noches en las que fui a recoger mi bocadillo de pechuga, miprogenitor se lanzó al ruedo. Sin apenas titubear me tiró la caballería por encima,acusándome de que llevaba más de un año robándole furtivamente, hasta el punto dehaberle birlado un total de siete kilos.Recuerdo que, sin pensar en las consecuencias, gritó a los cuatro vientos:«¡Muerto el perro, se acabó la rabia!», e hizo el gesto de ponerse la mano en sucacharra. Por aquel entonces, mi padre era un rico empresario al que le gustaba irempalmado porque, entre otros motivos, cada mañana tenía que ingresar larecaudación del día anterior. En consecuencia, era de lo más normal que losempresarios de la época fueran armados hasta los dientes para protegerse de unposible atraco. A él, su gusto por la caza le había ido de perlas para llevar una fuscaencima. Solía llevar encima un revólver del 38 y en el salón de casa tenía unconsiderable arsenal de escopetas y pistolas.Sé que al desatarse el huracán, su única intención era meterme un tiro entre ceja yceja para finiquitar un problema que intuía que le iba a superar en un futuro no muylejano. De hecho, recuerdo cómo, en cuestión de segundos, mi madre gritódesesperada: «¡Dios mío! ¡Márchate antes de que tu padre cometa una locura!». Suvoz me hizo salir por patas sin mirar hacia atrás, mientras mi madre y mi hermanointentaban frenar el descontrol de nuestro pater familias, diciéndole que no valía lapena ponerse de aquella forma.Jamás podré olvidarlo. Mi propio padre casi me dio matarile y, sin entender muybien cómo ni por qué, me encontré en la calle. Por suerte, tenía ciertas nociones decómo salir airoso de una situación tan complicada. No era la primera vez que meencontraba tirado en semejante encrucijada, de modo que pronto reaccioné dispuestoa buscarme la vida. Montado en mi vespa y con un equipaje tan simple como elcepillo de dientes que acostumbraba a llevar en la chupa de cuero (por si me largabapor mi cuenta algún fin de semana) y unos nunchakus que utilizaba para enfrentarmecon los tipos de otras bandas, dejé atrás el que había sido mi hogar.No tenía la menor idea de por dónde dirigir mis pasos, pero si algo sabía era que,tirando de las diferentes cuerdas que solían tenderme mis colegas, alguna alternativaiba a encontrar en breve.

Confesiones de un gánster de BarcelonaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora