Por aquel entonces vivía unos años de constante trajín personal en que no acababade integrarme ni con unos ni con otros. Supongo que, por eso, de los catorce a losdieciséis años me relacioné con distintas personas que llegaron a tener grantrascendencia en el desarrollo de mi vida inmediata. De todas ellas destacan Brauliodel Olmo e Irene Sanz. Una pareja a la que solía pillarles buena goma que pasaron aconvertirse en un punto de referencia constante en mi tan ansiada búsqueda.De hecho, la forma que tenían de llenarse el estómago era ciertamente peculiar.Mientras Braulio se dedicaba a trapichear por el Barrio Chino de Barcelonavendiendo un tate que había traído directamente del sur, Irene pasaba posturas dequinientas calas por la zona de la calle San Jerónimo. Aunque peculiar, en el fondoera algo de lo más habitual en aquellos días de transición descontrolada, y quefomentaba que, cuando les cogías confianza, frecuentases su domicilio con el ímpetudel adicto para comprarles mayores cantidades de costo.Si no me falla la memoria, les conocí antes, en 1974, a los catorce años y graciasa la basca de la banda del Chino. Todo empezó con una trifulca que tuvimos en elChufo: después de la batalla campal me quedé sorprendido por el temple y laintegridad física de uno de nuestros rivales, que pese a haber recibido por todos lados,aguantó el tipo con una dignidad admirable.Aquel chaval se llamaba Eduardo y, cuando nuestros caminos se cruzaron, nodebía de tener más de dieciocho años. Por una de esas ironías del destino, nolevantaba un par de palmos del suelo, pero con su actitud demostró ser un tipovaliente al que le gustaba esconderse tras su chupa de cuero y un par de certerospuños, que de alguna forma le acabaron abriendo las puertas de nuestra banda.Eduardo vivía en un espacioso piso del paseo Maragall gracias a que suprogenitor se había enriquecido al editar una de las primeras revistas de moda quesurgieron en nuestro país. Aquello le catapultó irremediablemente hacia el éxitofulgurante, estableciendo las oficinas centrales de su negocio en la calle Valencia.Como eran unos despachos diseñados a la última, Eduardo y yo solíamos colarnos alcaer el día en compañía de las pibas con las que habíamos ligado para realizardeterminados intercambios culturales. Y aunque parezca una fantochada, puedoasegurar que se me caía la baba al ver cómo aquel cabronazo se tiraba al rollo denuevo rico para conseguir que todas cayeran en sus redes. Con dinero en los bolsillos,las cosas siempre resultan más sencillas.Pero no es oro todo lo que reluce, y pese a que Eduardo solía alardear de tener mayor bravura y agallas que el resto, yo intuía que ocultaba un importante complejode inferioridad a causa de su corta estatura. Siempre se emperraba en ladrar másfuerte y más alto que ningún otro de la camada y, para motivarse, se valía de la ayudade una buena cantidad de alcohol, que le daba la valentía suficiente para comerse elmundo. No dejaba de ser un vulgar Juan sin miedo y, por más grande e imponenteque fuera su adversario, él siempre iba echado para delante sin pensar en las posiblesconsecuencias de su osadía.Entre nuestras afinidades destacaba la obsesión por las buenas motos y laslindezas de tomo y lomo, y quizá por ello, en una de aquellas jornadas debravuconería, me quedé con la cara de uno de esos bellezones que suelen quitarte elhipo. De hecho, estábamos tomando algo en la terraza del bar Casino de la Diagonal,y sin previo aviso, vimos pasar a una rubia de lujo pilotando una Kawasaki 700 Z decolor anaranjado. Jamás olvidaré su presencia. Vestía unos ajustados pantalones decuero oscuro y unas botas de cocodrilo sacadas de una película de acción yanqui. Ymientras los presentes perdíamos el sentido soñando con la estela de la fugaz mujerque acababa de pasar, Eduardo nos aseguró que la conocía.Nadie se tragó su comentario, y medio en coña le propinamos unas palmaditas enla espalda para que rebajase el tono vacilón que acababa de emplear para decirsemejante sandez. Simplemente le dejamos cristalino que manteníamos ciertas dudassobre una posibilidad tan remota. ¿Cómo un chavalín como él iba a conocer a unpibón como aquel? Quizá con el único objetivo de reírnos a su costa, acabamosesperando más de tres horas a que volviera a pasar el bombón sobre la Kawasaki, locual no sucedió.Una semana más tarde, en la misma terracita, la mujer misteriosa pasó frente anuestros morros a menor velocidad. Gracias a ello, Eduardo pudo darle el alto ycaptar su atención. Ante nuestro asombro, la chorba le dio un par de besos yempezaron a charlar. Después de todo, resultó que Eduardo había coincidido con ellaen verano mientras frecuentaban las mismas discotecas de Playa de Aro, y allí habíancompartido algunas noches de jarana.Aquel día conocimos a la que acabaría siendo la famosa Irene, y una vezcumplidos todos los formalismos, decidió sentarse con nosotros. Sin duda, era una tíade los pies a la cabeza; solo hacía falta tenerla enfrente para darse cuenta de ello.Por aquel entonces, Irene estaba casada con Braulio del Olmo y vivían cerca de lacalle Camelias. Todo el mundo sabe que las apariencias engañan, y prueba de ello esque con el tiempo acabamos descubriendo que se trataba de la reina de lapromiscuidad, pero no porque su marido no la tratase bien, sino porque no le dabatoda la gasolina que ella necesitaba.Era la típica adicta capaz de hacer cualquier cosa por conseguir una dosis. Sipasándose por la piedra a otro tipo conseguía satisfacer su adicción, Irene carecía dereparos ni moralidad alguna. De hecho, tiempo después —y gracias a la amistad queadquirimos con el roce casi diario—, Braulio e Irene me pusieron al día de sus problemas maritales.Una noche, sin más, me confiaron que se habían conocido en una fiesta, mientrasBraulio hacía la mili en Sevilla, y pese a que él creía tener la exclusividad sobre suchica, siempre la acababa pillando con otros soldados. Pero a Braulio aquellasinfidelidades no le importaban porque la quería con toda el alma. Sabía de sobra dequé pie calzaba, pero estaba tan sumamente enganchado a ella que prefirió continuara su lado.Dado que Braulio e Irene eran un par de traficantes de tomo y lomo, empecé afrecuentar su domicilio hasta el punto de ampliar mi círculo de amistades. De hecho,una de las mejores amigas de Irene era Sonia la Poderosa, que entonces, a sus quinceaños, te dejaba plegado con solo mirarla. Estaba incluso más loca que Irene, y juntasse convertían en una efectiva e implacable máquina de buscar sexo, drogas y alcohol.A Sonia la conocí una noche en Sitges y la primera impresión que tuve de ella fuela de toparme con una cría tremendamente descontrolada. Supongo que en aquellosaños todos lo estábamos a nuestra manera, y no soy de los que juzgan a las personaspor una simple impresión. Quizás esté equivocado, pero cuando ambas se juntaban,liaban la de Dios es Cristo.Se trataba de dos pendones de mucho cuidado, a las que podías llevarte al catrecon un simple chasquido de dedos, y un poco de tema. Por ello, cuando teníamossuficiente confianza, Braulio acostumbraba a acudir a mí siempre que las dos sedaban el piro. Normalmente le robaban alguna de las sustancias con las que traficabapara darse una fiesta del copón, y desaparecían dos o tres días sin dar señales de vida.Por supuesto su maromo sabía perfectamente dónde encontrarlas, pues su destinofavorito era la zona donde se movía una de las bandas del Hospitalet con la que lesgustaba juntarse por el rollo que llevaban.Así que, en más de una ocasión, había ido tras ellas para hacerle entender a Ireneque estaba obligada a regresar con su marido.