2 Los Maristas del paseo de San Juan

10 0 0
                                    


La expulsión del Liceo Santa María provocó que mi hermano mayor —con soloun año y medio de diferencia— también cambiase de aires. Nuestros padres se habíanempeñado en que los dos cursáramos estudios a la par, y por ello decidieronmatricularnos en un gigantesco colegio del paseo de San Juan.Y allí empezó mi incursión en el apasionante mundo de los pijos, las marcas, y elquerer aparentar mucho más de lo que uno es. Hasta mi llegada a aquel centro, solíavestirme con todo aquello que mi madre compraba a su gusto, y aunque mi hermanoy yo éramos tan altos como unas torres —y ya llevábamos pantalones largos desdehacía algún tiempo— jamás nos habíamos fijado en el tema de las marcas.Pero cuando entré en aquel colegio, las cosas cambiaron. Si no querías serninguneado, tenías que proveerte de un calzado Pielsa, o superior, pantalones Levi's oLee, y un polo Lacoste o Fred Perry (cuando era de manga corta) o Von Dutch(cuando era de manga larga). No cabe duda de que, según fueras vestido, te tratabande una forma más o menos amistosa.En definitiva, en 1973 llegué a mi nuevo centro escolar con apenas once años ycursando séptimo de EGB. Por lo pronto, pasaba de un centro de barrio a un recintoen el que se quintuplicaba la población escolar. De hecho, aquel complejo estudiantildisponía de iglesia, capilla, piscina cubierta y gimnasio. Algo así como el nuevomundo a ojos de un crío de mi edad. Podría decirse que aquel lugar era una especiede seminario, en el que casi todos los profesores tenían la titulación religiosa dehermanos, y para poder bajar al patio nos obligaban a rezar.Aunque el error en el que incurrieron —y del que no supieron darse cuenta— fueque decidieron seleccionar a los diez o quince chavales de cada clase con peorcomportamiento. Su idea era separarnos de los demás alumnos, pero lo único queconsiguieron aplicando aquella medida fue ampliar el grupo de gamberrillosdispuestos a todo por el único placer de joderles. Nuestro lema era: si los de arribapretenden putearte, putéales tú con más fuerza y antes de que puedan volver aputearte.De hecho, siempre que había algún examen programado, nos escabullíamos hastala imprenta donde se hacían las copias. Allí mirábamos las respuestas, y aparte dellevarnos la información, solíamos divertirnos intercambiando las preguntas deexamen de diferentes cursos.No contentos con ello, otra de nuestras dedicaciones era extraer todos los fusiblesde la escuela, y así conseguir molestar al director y a los adjuntos del centro. Como se trataba de un colegio estatal, nuestras gamberradas les causaban una imagen terrible,y deduzco que por ello nos la tenían jurada.Incluso en una ocasión llegamos a quemar el cine de la escuela. Reconozco queaquello se nos fue de las manos y fuimos de lo más imprudentes. Simplemente nopensamos en las peligrosas consecuencias de extraer los dos fusibles de la zona dondeestaba la palanca en forma de U que daba contacto a la luz general de toda la sala. Setrataba de sustituir los fusibles por varias monedas de peseta, bajar la palanca yesperar a que las luces de la sala recobraran su luminosa energía habitual mediantefuertes estallidos. Y así fue como, al bajar la palanca de contacto, la explosiónadquirió una magnitud incontrolada y empezaron a quemarse las butacas y lascortinas de la sala. Algo que nos llevó de nuevo de patitas al despacho del director, yque nos puso la cruz de «indeseables».Aquella trastada nos costó una sanción de aúpa, aunque la gota que colmó el vasofue el día en que nos colamos en el pequeño museo de biología de la escuela y nosdedicamos a cambiar el orden y lugar de cientos de huesos y muestras de animalesdisecados. Todo un destrozo de material que acabó repercutiendo en la economía denuestros padres, que tuvieron que pagar una cuantiosa multa para compensar nuestramala obra.Además, cuando descubrieron lo que habíamos hecho, no dudaron en expulsarnosdel centro alegando que ya no podían ponerles más sanciones a unos niñatos que notenían ninguna intención de cambiar. Para ellos éramos irrecuperables, y de algunaforma no iban desencaminados.

Confesiones de un gánster de BarcelonaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora