A los quince años conocí, en el Bacarrá, al que sería uno de los cantantes de rockmás famosos del país.En ese momento, por las películas que me tragaba y la música que solía deleitarmis oídos, tenía un estereotipo de lo que debía ser un roquero de los pies a la cabeza.Mi generación había alucinado con Salvaje, de Marlon Brando, y precisamente porculpa de lo que representaba su figura, todos soñábamos con una moto y una chupade cuero cruzada.Como en España no existía esa prenda, la única alternativa que te quedaba eraencargarla en una peletería, pero evidentemente aquello implicaba tener un poderadquisitivo lo suficientemente alto como para poder costeártela. Gracias a la posiciónsocial de mis padres, me la pude permitir sin mucho esfuerzo, pero José María —quemás tarde sería conocido por todos como Loquillo— tuvo que ponerle imaginación alasunto y sacar rendimiento al hecho de que su madre, por ser modista, podíareproducir cualquier tipo de patrón y corte.Por otra parte, gracias a mis desplazamientos en compañía de los tipos de labanda del Chino, conocí a nuevos individuos con los que más o menos congenié. Unode mis colegas, Jorge, me llevó de la mano hasta José María.Pero con la banda del Chino di un paso más en mi camino hacia el desarraigopersonal, y por su influencia me dejé llevar hacia una intensa adicción al hachís. Dehecho, y aunque aún no había catado otro tipo de sustancias —y no estaba capacitadopara realizar comparaciones fiables—, el chocolate ya me pareció lo suficientementeatractivo como para aficionarme a un consumo continuado. Además, dado que enaquellos años ya le daba al whisky de una manera descontrolada, acabé desarrollandoun talento natural, solo comparable al de una esponja, para asumir grandes ingestasdel mismo alcohol, sin acusar excesivamente sus efectos.A todos los integrantes de la banda del Chino les fascinaba inmiscuirse en algunareyerta, dado que, al tratarse de experimentados karatecas, pretendían aplicar susamplios conocimientos en un tatami de asfalto y luces de neón. Nada extraño, puesvivíamos en los años del archiconocido Bruce Lee y de sus películas de kung-fu, enque nos dejaba alucinados al ver cómo repartía tortazos sin ton ni son. Supongo quese trataba de una actitud vital que nos hacía sentir más fuertes, mucho más vivos y,sobre todo, los reyes de la parte alta de la ciudad condal.Reconozco que aquel enfoque no me disgustaba en absoluto, pero, por otro lado,tampoco me acababa de llenar existencialmente. Empujado por una búsqueda personal, seguía con mi apertura hacia nuevas relaciones, sin mojarme con unos nicon otros.Un día que salía del Charlie Mas con Jorge en dirección al Bacarrá, nosencontramos con el tal José María, acompañado de Julito el Guaperas. CasualmenteJulito y Jorge se conocían de la infancia, y al encontrarse después de tanto tiempo sesaludaron, quedándonos José María y yo al margen y en una situación un tantoincómoda.Mientras esperábamos el fin de aquel reencuentro, nos observamos con ciertorecelo al ver que ambos medíamos casi un metro noventa y llevábamos una deaquellas chupas de cuero cruzadas que prácticamente nadie se enfundaba. Y pese aparecer un detalle insignificante, aquel fue uno de los puntos sobre los que se cimentónuestra amistad. Algo así como una especie de compenetración de estilos y actitud.Eso sí, aparte de la forma de vestir, más adelante nuestro nexo común se basó en elrock and roll y nuestra afición al baloncesto. Puede que fuera debido a nuestracondición física, pero el deporte siempre estuvo en nuestras vidas.Cuando yo decidí abandonar aquella disciplina para dedicarme a otros asuntosmás rentables, José María y Julito el Guaperas siguieron practicando los rebotes, losmates a canasta y los lanzamientos desde la línea de tres puntos. Sin embargo, cuandomi antiguo colegio de los Maristas, que contaba con una formación de lo máscompetitiva, se enfrentó contra el equipo donde jugaba el Loco, y aunque yo ya noformaba parte de aquel plantel, decidí ofrecerle soporte moral. Un apoyo que mecondujo a acompañarle de un lado a otro para seguir las vicisitudes de su equipo, yque se acabó convirtiendo en el inicio de nuestro colegueo.A veces, durante y después de los partidos, se producían altercados y situacionesviolentas contra los miembros rivales o incluso contra sus propios familiares, y eraentonces cuando aparecían los tipos echados para delante y los simples cagones deturno. José María, al tratarse de un tipo alto y corpulento, nunca se achantaba, ycuantas más veces nos liábamos a porrazo limpio, mejor nos íbamos cayendo.Entre ambos empezó lo que podríamos llamar una sintonía en toda regla.Solíamos ir a tomar algo por ahí para disfrutar del buen rock, e intentar picarnos atodas las niñas guapas que se nos pusieran a tiro.Con aquel reciente subgrupo con el que empecé a relacionarme, solía venir otrofuturo cantante del mismo estilo musical. Un buen tipo con el que también congeniéhasta el punto de que, aquel mismo año, Carlos S. quiso cantarme, acompañado de suguitarra acústica, el Happy Birthday to You en el día de mi cumpleaños.De hecho, por aquella época, Carlos S. ya tocaba en la sala Zeleste al estiloChuck Berry, y era un buen ejemplo a seguir para todos los que le conocíamos.A priori, tanto el Loco como yo éramos roqueros de corte y mentalidad clásica, ynuestra actitud no dejaba de chocar con la de la gran mayoría de chavales con los quenos íbamos relacionando. Puede que en cuestión de música yo fuera algo más básico,pero es que José María era un rocker de pies a cabeza. Encima, se trataba de un ferviente buscador de piezas de coleccionista y descatalogadas, y cualquier novedadque irrumpía en el mercado, y que cumpliera los principios del buen rock and roll,acababa en su colección.El rock solía escucharse mayoritariamente en la parte underground de la ciudad, yla zona del centro se había convertido en su máximo exponente. De modo que, si unodeseaba deleitarse con sus acordes de guitarra eléctrica, no le quedaba otra alternativaque moverse por el Barrio Gótico, el Chino y las Ramblas.Cuando el Loco y sus colegas se pasaban por plaza Molina, los perlas de la bandadel Chino no les tocaban las narices, dado que, pese a que iban de roqueros y no depijos, sabían de sobra que estaban conmigo y tenían cierta inmunidad por ello. Portodos era sabido que a los amigos de un buen amigo jamás se les tocaba un pelo.Recuerdo que, en una ocasión, buscando un lugar donde pasarlo bien, decidimosentrar en la sala Psicosis de la calle Balmes para ver qué se cocía. Se trataba de unadiscoteca que no se decantaba hacia ningún estilo en concreto, aparte de que no era nipija ni hortera, sino simplemente neutral. Por este motivo, bajo la influencia de tres ocuatro copas, empezamos a dar la nota bailando y cantando sobre la pista como siestuviéramos en una de aquellas actuaciones ante miles de personas. Y aunqueparezca mentira, la casualidad nos llevó a ser observados mientras dábamos unespectáculo sin igual por unos reconocidos periodistas de la revista de rockPopular 1. Al sentarnos para descansar un rato, se nos acercaron e insistieron enentrevistarnos, creyendo que éramos artistas o formábamos parte de algún grupo derenombre.En realidad, lo único que habíamos hecho era vestir con estilo extremo y quizádar la nota, pero aparte de algún que otro amigo vinculado con la música, solo noshabíamos relacionado con el mundillo del rock coleccionando discos.En el momento de la entrevista, el Loco llevó la voz cantante, y lo hizo con taldesparpajo que acabó redactando artículos de opinión en la revista. Todos sabíamosque era un auténtico erudito en la materia, y supongo que la misma gente de la revistaacabó dándose cuenta de que, con él, tenían un filón para explotar. De tanto salir en larevista Popular 1, empezó a ser bastante reconocido en el sector underground de laciudad.Otro de los lugares a los que solía ir en compañía del Loco era el San Jorge, en laPlaza Cataluña, que era un centro donde los militares jubilados se reunían para dejarpasar las horas. Por alguna razón inexplicable, parecía una discoteca —pinchabanmúsica en una de sus salas más grandes—, y su mayor ventaja era que jamás tepedían el carné para entrar.Solíamos frecuentarlo con bastante asiduidad, dado que yo aún era menor de edady no podía entrar en según qué sitios, pero también porque en el San Jorge conocimosa un legionario llamado Juan Carlos, que pasó a ser todo un referente para nosotros.Apostaría a que se trataba del único tipo de la ciudad que llevaba una chupa decuero negra con una enorme calavera a la espalda. Pero lo verdaderamente bestial era que la calavera estaba recreada con pequeñas tachuelas metálicas, dándole a la prendaun absoluto aire de outsider americano. Juan Carlos era diez años mayor quenosotros, y alucinábamos con su Ducati imitación de Harley Davidson. Además,como buen legionario que era, fumaba grifa y alardeaba de los grandes beneficios deconsumir estupefacientes.Aparte de la influencia musical, por aquellos días también me enganché almovimiento cultural que hablaba de la heroína y de las drogas en general como formade entender el mundo que nos rodeaba.Así, escritores como William S. Burroughs, con sus Nova Express, El almuerzodesnudo o Yonqui, me ayudaron a establecer las bases necesarias para adentrarmehacia una futura espiral de consumo extremo. Patty Smith con su Horses, Bob Dylancon sus documentales sobre la movida underground, y Lou Reed con su Rock'n'RollAnimal fueron otras voces que me susurraban al oído la tendencia a seguir.En consecuencia, y pese a que con el Loco me lo pasaba de lujo, opté por seguirrelacionándome con unos y otros.Para mí, que era un culo inquieto, pertenecer a una sola banda no me motivabadel todo, y lo único que realmente me empujaba a caminar con cierta decisión eraalternar grupos y amistades para aprender de unos y otros y acentuar lo bueno y lomalo de mi personalidad. Me gustaba deambular como un arbusto errante paraolvidarme de la sensación de estar atado a nadie, y así aprendí a aceptar las relacionessociales durante los primeros años de mi adolescencia.Eso sí, dicha decisión supuso algún que otro paso en falso, dado que aldistanciarme en parte de la banda del Chino, perdí la opción de conseguir con ciertafacilidad el chocolate de sus contactos. Esta situación la solventé aprovechándome demi intenso vínculo con la banda de José María para adentrarme en la búsqueda denuevos camellos por el Barrio Chino y el centro de la ciudad.Se trataba de un sector mucho más callejero y tirado, que iba a abrirme las puertashacia el consumo de un nuevo tipo de drogas: el caballo y la farla.