En 1977, Estefanía y yo decidimos dar un paso más en el mundo de ladelincuencia, dejando de lado el pillaje a distracción. Tomábamos mayor conscienciade lo que se planteaban como posibilidades reales de éxito, y como nos moríamos deganas de profundizar en un mundo que nos absorbía, llegó el momento de buscarnuestro propio punto de inflexión.Y tanto va el cántaro a la fuente que al final se acaba rompiendo, y en uno deaquellos días de fervientes cambios, nos encontramos de morros con una oportunidadprácticamente regalada. Casualmente, mientras dábamos un paseo por el barrio,descubrimos que la puerta trasera de un domicilio permanecía medio abierta. Loprimero fue comprobar que no hubiera moros en la costa, y al estar seguros de quenadie controlaba nuestros movimientos, decidimos adentrarnos en él para ver quépodíamos agenciarnos.Llevamos a cabo nuestro plan de forma conjunta: mientras Estefanía vigilaba elterreno, yo saltaba por el patio de la casa, entraba por la puerta y le abría el acceso ami compinche. Una medida ciertamente sencilla que nos llevó a creer que habíamosobrado con absoluta maestría... Pero habíamos olvidado a los vecinos de la zona, quecasualmente se habían tomado un respiro en su terraza y acababan de presenciar algoque jamás debieron haber visto. Diez minutos más tarde, un coche zeta llegó aldomicilio y nos trincaron con todas las de la ley. Por suerte, antes de caer en susfauces, pudimos deshacernos a tiempo de todas las joyas y la guita que llevábamosencima.Pese a que nos habían pillado de marrón, y dando muestras de una desfachatez sinigual, aseguramos a los polis que aquella era la primera vez que nos habíamoscruzado. Lo único positivo de dicha detención fue que mostramos el carácter leal quetodo golfo que se precie y pretenda prosperar con más o menos fortuna en ese sectorlaboral debe a sus compañeros.Funcionó: aunque en comisaría lo intentaron de todas las formas posibles, fueronincapaces de girar la tortilla y hacernos variar ni un ápice nuestro argumento inicial.Insistían en hacernos creer que el compañero que no estaba presente le había echadotoda la culpa al otro, pero por mucho que insistieron negamos conocernos. Nuestroargumento no dejaba de ser un interminable bucle basado en la misma respuesta: «Yoa este no lo conozco de nada. No sé de qué me están hablando».A última hora entendieron que lo mejor era claudicar, y para putearnos en lamedida de lo posible, contactaron con nuestros padres con la idea de ejercer algo más de presión. Pero pese a sus esfuerzos, lo único que lograron fue que nos liberaranmucho antes de lo previsto.Tanto los padres de Estefanía como los míos eran reconocidos miembros de lasociedad catalana del momento, y tan brillante era su renombre que los maderosdecidieron no retenernos más tiempo del necesario por miedo a que el tiro les salierapor la culata.Finalmente solo pudieron acusarnos de robo frustrado, pero con la liberaciónacabó temporalmente la primera etapa de nuestra relación. Visto lo visto, los padresde Estefanía decidieron castigar su mala acción enviándola a un internado del PaísVasco. Y aunque me dolió verla marcharse, no pude hacer nada para retenerla a milado.Esa separación me aisló de mi compañera de fatigas durante un año, aunque,afortunadamente, las verdaderas amistades son como los boomerangs: siempreacaban volviendo con más fuerza.