Sin apenas darme cuenta, me sumergí en una nueva banda que se forjópaulatinamente con la implicación de algunos de los tipos que solían acudir a casa deJesús para pillarle goma y perder largas horas fumándosela en su salón. En aquellaépoca, era de lo más habitual apalancarse en casa del traficante de turno sin que ellollegara a considerarse un abuso de confianza. Se trataba de una especie deinterrelación social ligada por el aroma de una adicción común que nos hacía sentircómodos.Así que, entre una cosa y otra, en el queo de Jesús acabé coincidiendo con ungrupo de chavales llamados Julián, Dani, José María, Jaime, Manolito y Esteban. Poraquel entonces Jesús alternaba el tráfico de hachís con una parada en el mercadillo delas Glorias, donde vendía todo tipo de objetos, si bien especializada en los vinilos decoleccionista. Lo que había empezado como una extensa colección de discos fueincrementándose hasta englobar todo tipo de aparatos de música y objetos de los añossetenta. Consciente de las posibilidades de aquel negocio legal, el chaval se reservabatodos los sábados por la mañana para cuidar de su pequeño bisnes. Sencillamentellegaba al lugar predeterminado, exponía toda su colección y se disponía a escucharla mejor oferta.Dos fueron las causas por las que acabamos robando pisos. Por un lado, todos losque visitábamos de forma asidua a Jesús nos dimos cuenta de que él podía ser lasalida perfecta a todo lo que pudiéramos ir afanando. De hecho, al plantearlo, Jesúsdejó claro que estaba dispuesto a vender en su chiringuito cualquier cosa susceptiblede generar un rendimiento económico. Y como buen colega que era, nunca impuso unprecio fijo a los artículos robados, sino que repartía las ganancias obtenidas a pachas.Otro de los detonantes fue la aparición de dos chicos colombianos de nuestramisma edad, que empezaron a dejarse ver por casa de Jesús para pillarle tate. Fuimosconociéndolos hasta que, a las pocas semanas, descubrimos que dedicaban su tiempolibre a zumbar pisos por toda la ciudad condal. Al comprobar que éramos de fiar, notardaron en invitarnos a ampliar su círculo delictivo, aleccionándonos sobre su formade proceder.Inicialmente nos enseñaron trucos básicos para reventar todo tipo de puertas ymétodos para adentrarnos en domicilios ajenos sin levantar sospechas. Nuestro modusoperandi consistía en currar exclusivamente los sábados y domingos, escogiendozonas en las que los vecinos pudieran tener pasta. Una vez seleccionado el piso, nosdedicábamos a llamar a los timbres de la portería y esperar a que no hubiera nadie en casa. Normalmente, nos centrábamos en los pisos que tenían dos puertas por rellano yen los que, ni en el rellano de arriba ni en el de abajo, había nadie en el momento denuestra visita. Era vital tener en cuenta ese detalle, porque reventar una puerta anuestra manera resultaba de lo más ruidoso. Eso sí, abrirla era un juego de niños.Para forzar la apertura, nos valíamos de un mechero normal y corriente, de cuatroo cinco centímetros de largo y cuerpo aplanado, y de una escarpa de hierro odestornillador de considerables dimensiones. Nos centrábamos en el lateral de lacerradura, ejercíamos presión con el pie y conseguíamos quebrar la madera paraintroducir el mechero. Con ello se quedaba algo abierta y era más sencillo trabajar.Acto seguido, utilizábamos la escarpa o el destornillador, introduciéndolo por laranura y haciendo palanca para que parte de la puerta cediera. Después, tan solo setrataba de repetir el mismo procedimiento pero introduciendo el mechero un puntomás alto.En conclusión, si usabas el mismo procedimiento en tres o cuatro puntos de lapuerta, conseguías reventarla a lo bestia, pero eficazmente. Aunque, claro, como yoera un burro de mucho cuidado y me valía de mi fuerte complexión para este tipo decosas, llegó un momento en que alcancé tal práctica en el asunto que reventaba laspuertas por uno o dos puntos, y aunque hubiera refuerzo de hierro o estuvieraprotegida por varios medios de seguridad, casi siempre cedían al ímpetu de un tipocomo yo, que tiraba con toda su alma de la palanca.Normalmente nos centrábamos en las joyas y la viruta, pero si nos topábamos conalgún aparato de última generación fácil de sustraer, también nos lo metíamos en elsaco. A veces, cuando teníamos constancia de que un piso contenía varios objetos devalor y en el mismo rellano estaban los vecinos, usábamos el método de pegar unchicle en la mirilla de la puerta de enfrente. Así conseguíamos que sus inquilinos novieran lo que hacíamos, y aunque escuchasen ruidos jamás se metían donde no lesllamaban por miedo a lo que pudieran encontrarse.Gracias a la práctica constante, en muy poco tiempo alcancé un nivel considerableen el arte de reventar puertas. Casi siempre me hacía con ellas en tres o cuatrominutos y, realizando un cálculo aproximado, supongo que zumbamos más dedoscientos pisos en un año. Con esta actividad, creo conocerme Barcelona de pe a pa.Mi gran mérito delictivo fue el día en que decidí reventar todas las puertas deledificio donde vivían mis padres. Simplemente me aproveché de las vacaciones deverano: en el edificio no había ni un alma. Además, y para qué negarlo, todos losvecinos me caían como el culo, y como seguía mosqueado con mi padre, meimportaban poco las consecuencias. Aunque, por otro lado, ¿quién iba a sospechar demí?Doy fe de que aquel día lo pasé francamente mal, porque mientras corríaescaleras arriba hacia el ático paterno cargado con todo lo que había ido pillando, metopé en repetidas ocasiones con varios vecinos rezagados. Afortunadamente, no sepercataron de mi extraña actitud al saludarles, ni de que iba cargado con varios objetos de mi propio salón