Parte I ➾ ._uno

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El Sol iluminaba la mañana. Su cuerpo se iba calentando poco a poco con cada rayo que se colaba por las rendijas de la persiana. El tobillo, la pantorrilla, el final de su espalda, el cuello, el morado que adornaba su ojo derecho.

La inocente luz del alba le molestaba mientras se iba despertando poco a poco. Cuando frunció el ceño y giró el rostro para evitarla, el cardenal rozó las suaves sábanas y aunque fue un roce ligero, sintió dolor.

Dolor que le hizo rememorar todo lo que ocurrió la noche anterior. Ojalá solo hubiera sido la noche anterior, pero en los últimos años sus ataques se habían hecho más frecuentes y más dolorosos.

Un golpe. Dos. Actos que para él resultaban como una caricia, para ella las consecuencias eran algún hueso roto y varias gotas de sangre manchando la alfombra. Gotas que iban creando un camino macabro cuan sendero hacia su muerte.

No supo en qué momento exacto todo comenzó a cambiar. Fue algo progresivo y constante. Del joven que la enamoró y voló con ella en libertad hasta convertirse en su fiel carcelero.

"¿Esa ropa vas a llevar? ¿Para qué te maquillas tanto? ¿Otra vez vas a quedar con tus amigas? ¿Por qué tienes bloqueado el móvil? ¿Quién era ese que te miraba tanto? ¿Te has mirado en el espejo últimamente? Ponte a dieta."

Se sentó en el borde de la cama y dejó que sus piernas colgaran hasta llegar al suelo. Su primer gesto no fue para su ojo hinchado, si no para su incipiente vientre. No podía seguir así. No quería morir, tenía tantos años por delante, tantas cosas que vivir.

No quería convertirse en un número más que engrosara esa negra lista. No quería. Por su bebé. Por ella misma. No quería. Le había costado mucho comprender que nada de aquello era su culpa.

No era tonta ni ingenua, ella no se había enamorado de las cosas malas. Él no había sido así el día que se casaron. Había sido una novia radiante de felicidad. Ahora solo era una sombra que iba volviéndose invisible con cada golpe.

Se sentía una propiedad de la que podían abusar a su antojo porque ella no era nada. ¿Qué quedaba cuando las cosas buenas acababan? Solo quedaba el monstruo. No podía soportarlo más. No quería.

Tenía miedo, pero lo haría igualmente. Lo dejaría. Tomó sus escasas pertenencias en una maleta y se dirigió hacia la puerta, hacia su libertad. Un fuerte tirón en el brazo la hizo detenerse.

—¿Qué estás haciendo?

—Te estoy dejando. —Él alzó el puño, pero ella se encaró con él, desconcertándolo. Era la primera vez que le plantaba cara—. Puedes pegarme, encerrarme, matarme si quieres, pero jamás te perteneceré por completo. Mi alma y mi mente son solo mías, jamás podrás doblegar mi espíritu. Llegará un día en el que ya no tengamos miedo y será entonces cuando el vuestro se haga realidad al veros sin nosotras. El día que entendamos que somos iguales, todos habremos vencido.

Un haz de luz fue iluminando su camino conforme se iba alejando de su cárcel. Todas las que habían sido asesinadas la arropaban. Su hija nacería sin miedo porque ella se había convertido en la última mujer con miedo.


(Escrito en 2018).

Just B. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora