El sonido de la cristalería chocar entre sí comenzó a hartar a Xavier de Armas después de la primera media hora. Ese tipo de fiestas le parecían una pérdida de tiempo, y de dinero, pero al quedarse sin ningún otro tipo de diversión, tuvo que recurrir a esto para buscar un nuevo entretenimiento... o que le haga olvidarse del anterior.
De nada sirvió. Solo es capaz de pensar en una habitación de arriba, que contiene lo que tanto se ha esforzado en mantener oculto.
Desde su sillón privilegiado —en medio de las escaleras dobles que se abrían a cada lado, como si fuera el lugar de un rey— podía ver a todos los invitados conversar, bailar y comer algunos canapés que parecían volverlos locos. Se levantó de su trono, bebiendo lo último que quedaba de licor en su vaso antes de que Rafael —el encargado de mantener en funcionamiento la gran casa y a sus empleados— lo volviera a rellenar sin cuestionar.
—Encárgate de todo —le ordenó Xavier con voz glacial, aburrido de no haber encontrado nada nuevo en el círculo de amigos de siempre y algunos cotillas que se colaron. «Es más de lo mismo»—. Me voy a dormir.
—Descanse, señor. En su mesa de noche encontrará su pastilla y un vaso de agua.
Levantó su mano con el licor, despidiéndose de esa manera, bebiendo después hasta el fondo. Ya todo es más de lo mismo; ojalá Marcela estuviera ahí.
Subió los escalones de dos en dos, sin prestarle atención a las personas que lo observaban irse; ni siquiera a la chica que miró con curiosidad el lugar donde se dividían los pasillos, notando que Xavier giraba a la izquierda.
Él solo quería un poco de diversión —aunque fuera mínima ya— antes de dormir. Algunas veces eso lo relajaba más que las pastillas recetadas. La música llegaba amortiguada, reduciendo el dolor de cabeza que se extendía por toda su nuca hasta sus sienes. Del bolsillo de su pantalón sacó un juego de llaves frente a una puerta común y corriente. «Demasiado común», pensó la chica que lo observaba detrás de un enorme florero.
La luz amarilla de baja tonalidad de las bombillas se encendió, mostrando una estantería de libros. A la distancia, la chica ladeó la cabeza sin comprender; era una biblioteca bastante pequeña para la longitud de la casa. Y eso bien lo sabía Xavier, porque él decidió que el diseño no llamara la atención.
Estiró su brazo para sacar el único libro de mercadotecnia, solo que, al jalarlo, un pitido bajo sonó y el estante de fierro se movió, dejando ver nada más que oscuridad salir de una fina línea.
—¿Es un escondite secreto?
Xavier de Armas giró con alerta, tapando con su anatomía el espacio que se veía de la habitación. La chiquilla que estaba frente a él se balanceaba sobre sus tacones, intentado ver lo que ocultaba tras su espalda. Sus exóticos ojos brillaban por el alcohol en su sangre —y la curiosidad que le despertó desde que lo vio a la distancia, pero eso él no lo sabía— y sus labios rosados se estiraban en una sonrisa de inocencia. El vestido que llevaba puesto le indicaba que no se me había equivocado al pensar que era una cría; es probable que de los veintidós no pasa.
—¿Quién eres tú y cómo llegaste aquí?
Estiró una mano en su dirección, con las uñas pintadas de rosa, combinando con la falda suelta de su vestido. Xavier arqueó una ceja.
—Luna Nankín —se presentó con alegría, logrando que el hombre frente a ella frunciera más el ceño.
Reconoce el apellido al instante, y repasa el menudo cuerpo de la chiquilla, empezando por su mano que sigue estirada sin ningún titubeo, pero seguía balanceándose en sus tacones, manteniendo el equilibrio sin ningún problema, como si estuviera fingiendo o esforzándose por parecer sobria. Cerró la puerta de la pequeña biblioteca, logrando así que el mueble volviera a la normalidad cuando todo quedó en penumbras.
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La condena del señor X
RomanceÉl es un empresario con fetichismos que prefiere mantener ocultos. Ella es la hija de su único amigo y socio; y también será su mayor tentación. Xavier de Armas lo tiene todo: dinero, estatus social, novia... y mujeres hechizadas por su atractivo qu...