≈Capítulo 47≈

83 18 1
                                    

Había asistido a muchos combates en mi vida, pero aquello era una batalla a gran escala. Lo primero que vi fue una docena de gigantes lestrigones que brotaban del subsuelo como un volcán, gritando con tal fuerza que creí que iban a estallarme los tímpanos. Llevaban escudos hechos con coches aplastados y porras que eran troncos de árboles rematados con pinchos oxidados. Uno de los gigantes se dirigió con un rugido hacia la falange de Ares, le asestó un golpe con su porra y la cabaña entera salió despedida: una docena de guerreros volando por los aires como muñecos de trapo.

«¡Fuego!», gritó Beckendorf. Las catapultas entraron en acción. Dos grandes rocas volaron hacia los gigantes. Una rebotó en un coche-escudo sin apenas hacerle mella, pero la otra le dio en el pecho a un lestrigón y el gigante se vino abajo. Los arqueros de Apolo lanzaron una descarga y, en un abrir y cerrar de ojos, brotaron docenas de flechas en las armaduras de los gigantes, como si fueran púas de erizo. Algunas se abrieron paso entre las junturas de las piezas de metal y varios gigantes se volatilizaron al ser heridos por el bronce celestial.

Pero, cuando ya parecía que los lestrigones estaban a punto de ser arrollados, surgió la siguiente oleada del laberinto: treinta, tal vez cuarenta dracaenae con armadura griega completa, que empuñaban lanzas y redes y se dispersaron en todas
direcciones. Algunas cayeron en las trampas que habían tendido los de la cabaña de Hefesto. Una de ellas se quedó atascada entre las estacas y se convirtió en un blanco fácil para los arqueros. Otra accionó un alambre tendido a ras del suelo y, en el acto, estallaron los tarros de fuego griego y las llamas se tragaron a varias mujeres serpiente, aunque seguían llegando muchas más. Argos y los guerreros de Atenea se apresuraron a hacerles frente. Vi que Annabeth desenvainaba su espada y empezaba a luchar con ellas. Tyson, por su parte, cabalgaba sobre un gigante. Se las había ingeniado para trepar a su espalda y le arreaba en la cabeza con un escudo de bronce.

¡Dong! ¡Dong! ¡Dong!

Quirón apuntaba con calma y disparaba una flecha tras otra, derribando a un monstruo cada vez, pero seguían surgiendo más enemigos del laberinto. Y finalmente, salió un perro del infierno que no era la Señorita O'Leary y arremetió contra los sátiros.

—¡¡¡Allí, Percy!!! ¡¡¡Andromeda, por allá!!! —me gritó Quirón.

Percy sacó a Contracorriente y se lanzo a la carga por donde le había dicho Quirón, mientras por mi parte corrí con Tsunami hacía donde me señaló el centauro. Mientras cruzaba a toda velocidad el campo de batalla, vi cosas terribles. Un mestizo enemigo luchaba con un hijo de Dioniso en un combate muy desigual. El enemigo le dio un tajo en el brazo y luego un golpe en la cabeza con el pomo de la espada. El hijo de Dioniso se desmoronó. Otro guerrero enemigo lanzaba flechas incendiarias a los árboles, sembrando el pánico entre nuestros arqueros y entre las dríadas.

Una docena de dracaenae abandonó el combate y se deslizó por el camino que conducía al campamento, como si supieran muy bien adonde se dirigían. Si llegaban allí, podrían incendiar el lugar entero. No encontrarían la menor resistencia.

El único que se hallaba cerca era Nico di Angelo, que acababa de clavarle su espada a un telekhine. La hoja negra de hierro estigio absorbió la esencia del monstruo y chupó su energía hasta convertirlo en un montón de polvo.

—¡Nico! —grité.

Miró hacia donde yo señalaba, vio a las mujeres serpiente y comprendió en el acto. Inspiró hondo y extendió su negra espada.

—¡Obedéceme! —ordenó.

La tierra tembló. Frente a las dracaenae se abrió una grieta de la que surgió una docena de guerreros muertos. Eran cadáveres espeluznantes con uniformes militares de distintos períodos históricos: revolucionarios norteamericanos de la guerra de Independencia, centuriones romanos, oficiales de la caballería de Napoleón con esqueletos de caballo... Todos a una, sacaron sus espadas y se abalanzaron sobre las dracaenae. Nico cayó de rodillas, corrí esquivando ataques y atravezando uno que otro monstruo y me arrodille junto a el.

—¿Nico?—el alzó su cabeza un poco—Tus poderes...

—Suele pasar a menudo—lo ayude a levantarse y me puse contra su espalda.

—Estoy feliz...

—Dime que te golpeaste la cabeza, Jackson—dijo, no pude ver su cara pero sabía que había fruncido el ceño

—No—me gire un poco para sonreírle—, peleareamos enserio, hombro con hombro. Te cubrire, di Angelo.

Pelamos contra los monstruos que pasaban el muro de muertos de Napoleón que Nico había hecho. Recibí varios rasguños, nada que el agua no pueda resolver. Había perdido a Percy y a los demás de vista, solo me estaba enfocando en pelear y salvarnos Nico y yo.

Cuando ya parecía que la batalla estaba otra vez equilibrada y que quizá teníamos alguna posibilidad, nos llegó desde el laberinto el eco de un chillido sobrenatural: un ruido que en mi vida había oído. Pude divisar a Percy, Tyson y varios más.

Y súbitamente Campe salió disparada hacia el cielo, con sus alas de murciélago desplegadas, y fue a aterrizar en lo alto del Puño de Zeus, desde donde examinó la carnicería. Su rostro estaba inundado de una euforia maligna. Las cabezas mutantes de animales le crecían en la cintura y las serpientes silbaban y se le arremolinaban alrededor de las piernas. En la mano derecha sostenía un ovillo reluciente de hilo, el de Ariadna, pero enseguida lo guardó en la boca de un león, como si fuera un bolsillo, y sacó sus dos espadas curvas. Las hojas brillaban con su habitual fulgor verde venenoso. Campe soltó un chillido triunfal y algunos campistas gritaron despavoridos; otros trataron de huir corriendo y fueron pisoteados por los perros del infierno o por los gigantes.

—¡Dioses inmortales! —gritó Quirón. Apuntó con su arco, pero Campe pareció detectar su presencia y echó a volar a una velocidad asombrosa. La flecha pasó zumbando sobre su cabeza sin causarle ningún daño.

Tyson se soltó del gigante al que había aporreado hasta dejarlo fuera de combate. Corrió hacia nuestras líneas, gritando:

—¡En vuestros puestos! ¡No huyáis! ¡Luchad!

Un perro del infierno saltó entonces sobre él y ambos rodaron por el suelo. Campe aterrizó sobre la tienda de mando de Atenea y la aplastó. Vi a mi hermano correr hacia ella igual que Annabeth, que se puso a la altura de Percy con la espada en la mano.

—¡Andy!—la espada de Nico detuvo un tajo que iba directo a mi cara.

—Esto puede ser el final, Nico—dije regresando a la batalla.

—Tal vez—dijo mientras empezábamos de nuevo.

—Ha sido un placer combatir contigo, amigo—le sonreí y el me vio.

—Lo mismo digo.

Ambos a tajos diestra y siniestra acabamos poco a poco con los monstruos. Sentía mis brazos temblar del cansancio, pero no me permitía terminar rindiendome. Necesitaba protegerme, a Nico, a mamá y mi hermano. Me moví un poco y el filo del arma de mi contrincante rasguño mi mejilla haciéndola sangrar. Pude arremeter contra el cuando desvió la mirada enterrando el filo de Tsunami en una parte de su abdomen haciendo que se esfumara.

—¡Vamos! —escuche un grito, Percy.—. ¡Necesitamos ayuda!

No podía ayudarlo, si me iba Nico perdería terreno entre los monstruos, quería dividirme en miles de pedazos para poder ayudar a todos pero no podía. Pronto un rugido de Campe se hizo presente.

—¡Ahora! —oi que exclamó Annabeth.

Después se escuchó un gran estruendo, me giré a ver y pude ver a mi hermano y a Annabeth debajo de Campe, parecía que se estaba riendo de ellos.

—Nico, ¡tenemos que ayudar a Percy!

Nico estaba trayendo más muertos y peleando a la vez. Me vio un segundo y grito:

—¡Detrás tuyo, idiota!

Me giré y pude detener un golpe de un mestizo. Estaba aterrada por que mi hermano estaba si  salida. O eso creía.

5 capitulos más y se acaba la historia. Esperemos mañana y termine ❤

Zel_di_Angelo

Los Hermanos Jackson Y La Batalla Del Laberinto.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora