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Entonces, se desplomó sobre el teclado de su ordenador.

El aro de luz que se reflejaba en sus pupilas desapareció durante un instante. Las dos pantallas ardían tras sus párpados, ya casi podía adivinar lo que ocurriría después de aquello, pero no pudo evitar alzar la mirada y verse a sí mismo en el negro de la cámara. Incluso se limpió las lágrimas que aún no habían salido, tenía las mejillas rosadas, sus pestañas aleteaban con frecuencia, tratando de no permitirse llorar.

—... aún no sé si iré a ese evento, yo... —números, los números se sucedían en la pantalla, en su cuenta bancaria, miles de comentarios que aparecerían en Twitter apenas unos segundos más tarde. Tragó saliva, angustiado —. No lo sé.

Lo intentó, realmente intentó continuar con el stream. La noche acumulaba más de cuarenta mil usuarios que lo estaban viendo en aquel instante, que lo juzgaban tras el anonimato del Internet, que lo apoyaban o lo odiaban a través de otras redes sociales como la anteriormente mencionada. Rindou Haitani se había convertido en esclavo de sí mismo y de lo que alguna vez consideró un hobbie.

Y todo lo que quedaba de él eran números. Números, lágrimas y pastillas.

Se echó el cabello rubio hacia atrás y se subió las gafas por el puente de su nariz. Todo en sus audífonos sonaba demasiado fuerte, los sonidos del videojuego, la voz robótica de las donaciones de Twitch. Se apretó las sienes, perdiendo el control por enésima vez aquella semana, harto de no poder continuar. Tomó aire, con la intención de hablar, incluso acercó el micrófono Yeti hacia sí, como si quisiera reafirmar sus palabras.

—... lo siento —dijo, sin poder enfrentarse a los comentarios que llenaban una esquina de la pantalla a velocidades increíbles —. Ayer pillé una gripe y me encuentro muy mal, lo siento... —repitió, tocándose la frente, apretando la mandíbula.

Rindou Haitani acabó con la retransmisión en directo y no volvió a tocar la tecnología aquella noche. El ordenador se apagó, la fotografía de fondo de pantalla que tenía con su hermano mayor se fundió en negro junto al montón de aplicaciones. Los colores neón de las teclas no volvieron a aparecer cuando las tocó al derrumbarse sobre la mesa.

Se cubrió el rostro, un tic nervioso sacudía su pierna, su garganta dolía de contener el nudo allí atrapado. No debería de haberlo hecho, comenzaba a arrepentirse de haberse priorizado antes que a sus seguidores y haber terminado el estúpido stream del que ni siquiera pudo hacer dos horas completas. Se agarró de los mechones salpicados de azul, sorbiendo por la nariz y negando. Usó la manga de su sudadera gris para limpiarse patéticamente la cara.

La puerta de la habitación se abrió y vio un borrón bajo el umbral de la puerta, con las gafas empañadas de dolor. Quiso quitárselas, sus dedos temblaban, pero alguien lo hizo por él. La cómoda silla rotatoria se giró y Ran Haitani dejó las gafas sobre la mesa con delicadeza.

—Te dije que aún no estabas preparado —dijo su hermano mayor, con un tono neutro. No era un reproche, nunca le reprocharía algo así, sólo era preocupación —. Es demasiado pronto.

A ojos de todo Japón, Ran Haitani era el hombre perfecto, y eso era lo que también juraba su última campaña publicitaria para Calvin Klein. Un par de lirios como ojos, finas cejas, rasgos demasiado suaves que contrastaban con una nariz respingada y traviesa; todo piel clara y piernas esbeltas.

Al final del día, ambos eran números, nada de personas o individuos. Sólo números, trabajo, sudor y estrés. Entre los dos acumulaban más de treinta millones de seguidores en Twitter, puede que unos cien millones en Instagram.

Si bien había comenzado con un blog sobre moda, Ran poseía una cuenta de TikTok con poco más de ciento cuarenta millones de seguidores, mientras que Rindou prefirió desde pequeño el mundo de los videojuegos y había empezado en Twitch hacía un par de años; aunque aún no había abandonado al completo su canal de Youtube con sesenta millones de seguidores, donde inició cuando sólo era un adolescente. El menor era capaz de acumular en un stream dos millones de espectadores y el carisma que escapaba de sus gestos era abrumadora.

Éphémère || RinZuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora