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«Te daré algo por lo que llorar de verdad, Haruchiyo»

Eso fue lo que pronunció su padre antes de agarrar el sacacorchos, antes de que las cicatrices aparecieran, antes de tirarlo al suelo y después de discutir sobre el ballet. Le había preguntado por qué lloraba, por qué lloraba por algo tan absurdo como querer cambiarse de deporte, después de haberle estado pagando tanto tiempo un gimnasio y las clases de artes marciales, después de llamarlo inútil, caprichoso y maricón.

Haruchiyo ya se había pasado un año entero intentando entrenar el ballet por sí mismo, a escondidas, en su habitación. Por la noche, cuando todos dormían y encendía su ordenador para buscar vídeos, y se frustraba mucho por no tener la flexibilidad suficiente, tampoco espacio para poder moverse libremente. Le había costado tanto pedirlo.

Y, después de esas palabras, del hospital y de hacer su pequeña mochila con ropa, el ballet seguía siendo un buen motivo para llorar.

Con diminutas perlas de cristal bajando poco a poco por sus mejillas, al tiempo que alzaba una pierna y ambos brazos. Expulsó el aire lentamente, dejando el brazo derecho recto, perpendicular al suelo, y subiendo el izquierdo por encima de su cabeza, estirando los dedos de las manos con delicadeza, como si intentara rozar el cielo.

Levantó la pierna izquierda hasta que la altura de su pie alcanzó la de su mano con una flexibilidad que le había costado años lograr. Por último, alzó el mentón en dirección a su pie en algo, cerrando los ojos. Sus dedos apuntaban hacia el lado opuesto, en su perfecto développé completo, una de las pocas posiciones que sabía que hacía bien, y de la que estaba orgulloso.

El fuego del atardecer se filtraba por entre las hojas del árbol de su jardín, volviendo dorada su piel.

El color negro de sus prendas absorbía la luz y la convertía en oscuridad, los pantalones ajustados a los tobillos y cintura, la camiseta con un nudo en el abdomen que mostraba su vientre. Llevaba el pelo suelto, hecho un desastre.

Mantuvo la posición, atento al sonido de los pájaros llamando a sus crías al nido, la naturaleza. Entre todo aquello se coló el chirrido de la puerta de la casa donde vivía él, su compañero de piso y sus caseros.

Mutō salió al jardín con un dispositivo en la mano y una lata de cerveza a medio acabar. Se quedó mirándole con curiosidad, hasta que los ojos azules de Haruchiyo lo enfocaron.

—Ya está arreglado —Yasuhiro agitó su teléfono, lanzándolo a la chaqueta enrollada que había tirada en la hierba. El objeto se quedó en la prenda —. La próxima vez no tires tus cosas por el monte. Y eso también te incluye a ti mismo.

Sanzu relajó los músculos. Bajó la pierna y los brazos, y se inclinó hacia su chaqueta para tomar su móvil. Tenía la pantalla destrozada.

—Gracias —musitó, encendiéndolo. Apareció el logo de la marca, introdujo el pin y, pronto, la barra de notificaciones se llenó angustiosamente. Era un milagro que siguiera funcionando. Se mordió el labio.

Su compañero de piso lo miró, apenado. El chico no se había curado las heridas y estaba sucio, al igual que su ropa.

—Te hace falta una ducha —comentó, bebiendo lo que quedaba de cerveza.

—Lo sé —suspiró Sanzu, tocándose el rostro.

Había entrenado con Inui y, acto seguido, había salido a correr por el pueblo para despejarse las ideas. El camino húmedo y lleno de barro por las lluvias no había sido una buena elección, y había acabado cayendo en un charco profundo y, luego, por una pendiente al pisar un trozo de tierra que se desprendió.

Éphémère || RinZuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora