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El color negro le favorecía de una forma especial.

Los pantalones de cuero, aún perlados de pequeñas gotas de lluvia, se ceñían a sus piernas con acierto; atrapaban muslos y pantorrillas, topándose al final con unas botas de la misma tonalidad.

La sudadera que le había dejado le quedaba grande. Caía por sus hombros con gracia, y llegaba un poco más abajo de su cintura. El cabello rubio era un bonito contraste contra el azabache de las prendas. Olía a una mezcla de lluvia y perfume masculino.

Cuando pensaba en Sanzu, colores cálidos le rondaban la cabeza porque había estado acostumbrado a verlo con camisas blancas, jerseys color crema y una tierna bolsa de tela; lo usual era que lo único que rompiera con la estética suave fueran los piercings negros, la mascarilla oscura contra una mirada más bien soñadora.

Las tonalidades resaltaban el color de su piel, el tatuaje tras su oreja, los ojos de cuarzo azul. Le daban un aire confiado y carismático, puede que autoritario.

—Puedes pasar —invitaba, abriéndole la puerta del apartamento e instándole a entrar —. Mi compañero de piso está fuera a estas horas, no tienes de qué preocuparte. Así, puedo devolverte toda la ropa.

Sonrió, adivinando una porción de rosa sobresaliendo de sus mejillas.

Por otro lado, los recuerdos donde Sanzu llevaba camisa y suéter se confundían con ternura e intelectualidad. Le inspiraba calma en aquella paleta, las pestañas aleteando dedicaban una sonrisa de vez en cuando.

Se quitó las botas en el recibidor, siguiéndolo a través de un salón que se veía ciertamente antiguo. No debía ser un alquiler muy caro.

El dormitorio gritaba su nombre por todos lados.

Desde la mesa con una agenda abierta y organizada, hasta la cama bien hecha y el peluche de pingüino. El espejo limpio que había junto a la puerta, con pegatinas en el marco. El armario era bastante grande, y de uno de los pomos colgaban unas zapatillas de ballet por sus cintas beige.

—Lo lavé todo anoche, así que huele a suavizante —habló el chico, abriendo las puertas del armario y sacando las prendas dobladas —. Hmm, puedo lavar esto también, si quieres.

Se señalaba a sí mismo, mientras que Rindou andaba perdido en el olor a melocotón.

—No hace falta, gracias —se apresuró a decir, parado bajo el umbral de la puerta.

—Gracias a ti por rescatarme de la calle por segunda vez —Sanzu rio por lo bajo, jugueteando con sus dedos —. Puedes entrar aquí también, no me importa.

Se le escapó una exhalación nerviosa, apartándose de la puerta para dejarle salir un momento, y entrando al cuarto. Era un espacio pequeño, pero acogedor.

Le hacía sentir cálido, aún si el granulado color blanquecino de las paredes estaba algo desgastado.

Había un pequeño joyero sobre la mesa con forma de caja de música. Estaba abierto, podía apreciar el brillo de un par de colgantes y pulseras, la incansable bailarina en el centro. Encima de la mesita de noche había un despertador y un libro de historia de la danza.

Diminutos botes de perfume de frutas sobre una balda adherida a la pared, junto a un par de libros de fantasía.

Sanzu, que regresó al instante, podría haber salido de uno de ellos con facilidad. No llevaba la sudadera puesta, una toalla caía por sus hombros al descubierto.

—¿Te gusta el ballet? —se atrevió a preguntar, en medio del silencio.

Haruchiyo le tendió la prenda y se volvió hacia el armario, pensativo. Lo miró por encima del hombro, chocando con ojos de lirio que se desviaron rápidamente con vergüenza.

Éphémère || RinZuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora