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—Entonces, ¿todo esto son dietas?

Pasaba las páginas una tras otra, notando el cuero de la encuadernación, suave y algo viejo. La caligrafía cambiaba de unas partes de la libreta a otra, así como las medidas de su cuerpo en centímetros. La cintura, la circunferencia del muslo, el bíceps, la cadera y los hombros.

Había algunas pegatinas adheridas, todo cuidadosamente armonizado por un código de color que sólo había visto cambiar una vez en las otras tres libretas que había ojeado. Tantos años contenidos en letras, kilos y esfuerzo.

—Sí, también hay otras cosas de metabolismo, hmm...

Rindou alzó la mirada, perplejo por todo aquello. Estaba sentado a los pies de la cama y, frente a él, Sanzu daba vueltas en la silla que había tomado prestada —robado— de la habitación de su ausente compañero de piso. Sobre la mesa había un plato con algunas sobras de yakisoba.

—¿Y estás haciendo alguna ahora mismo? —preguntó, cerrando la libreta con suavidad. La dejó junto a las otras.

El chico dejó de girar. Apoyó los pies descalzos sobre el colchón y tragó la fresa que había estado masticando.

—Ahora sólo estoy comiendo las calorías que necesito —habló, relamiéndose con gusto. El cabello largo caía por un lado de sus hombros —. Cuando vuelva a ballet empezaré de nuevo a ejercitarme y esas cosas.

Rindou se hubiera fijado en sus pies repletos de rozaduras y tiritas, si no fuera por sus piernas desnudas. Piel clara y lechosa al descubierto por aquellos pantalones cortos que se había puesto para andar por casa, cubierta de fino vello rubio, tanto como su pelo y pestañas.

La perfecta porción de unos muslos suaves y redondeados sobresalía de la tela azul oscura, rodillas rosadas por un raspón que no podía adivinar dónde se había hecho porque estaba demasiado ocupado en pensar en otra cosa que no fuera todo él.

Era delgado, quizá lo pareciera más por la postura, por la camiseta sin mangas que dejaba ver lo delicado de sus hombros, brazos con apenas músculo, nudillos aún heridos.

Apartó la mirada a un lado y tamborileó las uñas sobre la tapa de un cuaderno, repentinamente nervioso.

—¿Es muy duro? —se le ocurrió soltar, señalando las marcas de sus pequeños dedos —. Parece que duele, ¿cómo te lo hiciste?

—Se me olvidó ajustar unas zapatillas nuevas que compré —Sanzu tomó otra fresa del bol de cristal que mantenía en su regazo —. No me di cuenta hasta que entré en la clase, y no me daba tiempo a arreglarlas, así que las tuve que usar.

—¿Y no le dijiste nada al profesor? —alzó las cejas, sorprendido —. Al instructor —se corrigió, apretando la mandíbula.

—Claro que no, eso era problema mío —su novio se encogió de hombros, bajando la mirada.

La última fresa era gorda, brillante y jugosa. Las cultivadas en el huerto eran mucho mejor que las del supermercado. Sanzu se quedó viéndola, solitaria en el bol.

Rindou descubrió aquella caja de música con una bailarina sobre una de las baldas de la pared. Estaba rota y no funcionaba, pero era bonita igualmente. Y, de la misma forma en que ella hacía, dedujo que Sanzu jamás diría a su entrenador cuándo algo le dolía; al tipo tampoco le importaría, sólo se quejaría y diría que no quería débiles en su clase.

Sólo perfección muda y silenciosa, incapaz de sufrir.

—¿La quieres? —Sanzu se incorporó de la silla para sentarse a su lado. El colchón se hundió bajo su peso.

Éphémère || RinZuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora