• 1: Las enigmáticas mellizas Ferrari •

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Segundo día de clases - noche

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Segundo día de clases - noche

La casa de los Figueroa Morello no era muy luminosa, pero con el tiempo comenzaron a encontrarle el encanto. Una suerte de misterio se desprendía de lo más recóndito, y una vez en el aire, se transformaba en calidez y ternura. El ambiente resultaba hogareño, especialmente disfrutado por Caterina, la hija mayor, en los meses de frío. Se internaba en el living frente a la vasta biblioteca, preparaba una bebida caliente y observaba por la ventana los fuertes vientos y lluvias tempestuosas.

En cada rincón se podía olfatear un leve aroma a canela y a pastel recién horneado, y las melodías de violines, saxofones y pianos sonaban desde un disco de vinilo. La televisión estaba encendida, pero aún no decidían con qué se entretendrían esa velada. Era costumbre cenar en el living, mirando alguna serie o película y degustando algún plato, muchas veces italiano. Este era preparado por la madre de la familia, Francesca, oriunda de Génova y residente de Montevideo desde hacía muchos años.

—Bueno, como ayer eligió Giordana, hoy le toca a Matteo —aclaró, al tiempo que se colocaba un mechón de pelo color azafrán detrás de la oreja, y dejaba al descubierto una de las perlas. Observó a sus hijos menores, y estos voltearon hacia ella. Era imposible no quedar hipnotizado ante sus ojos, verde esmeralda como el inigualable mar de Venecia—. ¿Están de acuerdo? ¿Seba?

Entonces examinó a su marido, que se hallaba absorto en una lectura filosófica, una de las disciplinas en la que se había especializado. Él dejó el libro de lado y se quitó los lentes de descanso. Asintió con un gesto y una sonrisa.

Matteo, el de cinco años, decidió ver por enésima vez una de las películas que más disfrutaban. En cierto punto, la italiana se encaminó a la cocina para retirar del horno la pizza que estaba preparando. Fue una instancia muy amena, entre risas y lágrimas en los momentos más emotivos.

Una vez acabado el filme, formularon algunos comentarios con relación a la moraleja. Sebastián interpretó que había una clara crítica a la educación. Por otro lado, coincidieron todos en que el trato que la protagonista recibía en su domicilio era completamente injusto. Francesca destacó la dulce guarida que encontraba, los libros, y el mensaje esperanzador. En ese momento, una idea voló por la cabeza de Caterina: «Los libros, los libros, cuyas historias pueden ser un refugio; y los personajes, mejores amigos».

Una vez en sus aposentos, la adolescente se dejó caer sobre la cómoda cama de colcha beige, en la que reposaba su gata Simone. Era dueña de una gran cantidad de coloridos almohadones. Tomó uno y lo posicionó en su pecho, abrazándolo con fuerza. Se trataba de un cojín muy especial, con un diseño de la Torre Eiffel, y encarnaba uno de sus mayores sueños: viajar a París.

La capital francesa simbolizaba para Caterina la libertad, la belleza, el mundo literario; y era, sin lugar a dudas, su idea del sitio perfecto para vivir. Mas como no podía, creaba su propio ambiente parisino en el dormitorio, solo para ella. Ponía algo de la chanson française, quizá Edith Piaf o Jacques Brel, y se teletransportaba a algún espacioso y clásico café de los barrios bohemios de la Ciudad de la Luz. En este espacio imaginario habían escrito sus obras maestras los autores favoritos de la joven, habían discutido ideas los filósofos y políticos, y conversado sobre arte los más grandes pintores. Se filtraba por sus venas el deseo de ser parte de alguna de esas tertulias con ilustres de antaño, mientras bebía un té y se deleitaba con un croissant escamoso o unos frescos macarrones.

Cenizas al caféDonde viven las historias. Descúbrelo ahora