• 15: Cenizas al café •

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Las hojas ocres y acarameladas seguían el ritmo del viento indeciso, que iba y venía en eterna vacilación

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Las hojas ocres y acarameladas seguían el ritmo del viento indeciso, que iba y venía en eterna vacilación. Una alfombra crujiente tapizaba la vereda debajo de los zapatos de los transeúntes. Los niños correteaban, recogían setas y moras, y abrigaban sus manos con tubos de garrapiñada y cucuruchos de frutos secos comprados en los puestos callejeros. Los amantes paseaban con los dedos entrelazados y los corazones encendidos, y las mariposas monarcas danzaban en derredor. Era la época de las hogueras en el bosque, de la sopa de calabaza y la cazuela, de leer junto a la tibieza de la estufa.

Para dos personas que desconocían el encanto del suroeste de la ciudad, cada paso que daban era una completa sorpresa. Vienna y Merlía se desplazaban por el barrio más antiguo de Montevideo, embelesadas ante la cálida atmósfera, rumbo al café Las Cenizas.

Merlía observaba a su hermana, tan suelta en el andar. El cabello ondeando como una bandera, del color de la tierra mojada, liberando el perfume cautivador de romero y menta. Una boina oscura le adornaba la cabeza, del tono de toda su indumentaria, menos por las botas cereza.

«Se ve tan hermosa y segura de sí misma. ¿Alguna vez podré experimentar eso también?», pensaba. Se miró, llevaba las primeras prendas que había encontrado en el guardarropa. No creía que la representaran, no definían su esencia como parecía que sí ocurría con Vienna. «Quizá en estos años nunca me enfoqué tanto en trabajar en mi estilo, sino que desde un inicio ya me rendí».

Le resultaba sin duda más sencillo esconderse bajo vestimenta holgada y poco llamativa, cubrir las piernas a las que tanto criticaba con pantalones anchos y el busto al que consideraba demasiado grande con camisetas básicas. Luego estaba su melliza, la reina de la ropa ceñida y moderna, a la que le interesaba la moda, pero jamás se dejaba influir completamente por ella. Vienna tenía un estilo y Merlía evadía esa idea.

Una construcción baja de agradable color beige presentaba Las Cenizas, ese establecimiento que había fundado Francesca Morello muchos años atrás. Era un ambiente apacible y literario; música suave característica de Italia, luces leves que aportaban una tonalidad ambarina, una biblioteca repleta de clásicos que no cesaban de divertirse ante los ojos de los lectores. La fusión perfecta entre el concepto de cafetín bohemio e intelectual y la elegancia de una pasticceria italiana.

Cerca de la puerta se hallaban Ángeles, Caterina y Francesca. Esta última fue la primera que reaccionó a su entrada, abriendo en mayor medida los ojos venecianos y alargando sus labios en una enorme sonrisa.

Ciao! —saludó, con esa alegría propia de ella y regaló dos besos a cada una de las mellizas—. Bienvenidas a Las Cenizas. Me da gusto que las nuevas amigas de mi niña conozcan este lugar, tan especial para nosotros. ¡Es una lástima que los Waldorf no hayan podido venir!

Les indicó un sitio para que se instalaran, según ella, el mejor de todo el café. Merlía no desistía de contemplar a Caterina, cual si la estuviese conociendo en ese momento. El tono caoba de las mesas se asemejaba a las ondas de su cabello y los iris eran como las hojas del haya, jaspeados en el borde por un tinte boscoso. No tenía dudas de que ella era el epítome del otoño.

Cenizas al caféDonde viven las historias. Descúbrelo ahora