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Cuando me puse a buscar en el apellido Han en la guía telefónica me dio un ataque. Había sido una pérdida de tiempo porque una gran mayoría en Corea se apellidaba Han como para encontrar al hombre que busco. Y ninguno respondía al nombre de Han Jinwoo. Podía ser que entretanto, él también hubiera muerto. Podía ser, en cambio, que viviera con alguno de sus hijos. Si además vivía con una hija casada, adiós.

Lo ideal habría sido ir a la comuna y pedir información en el registro civil, pero había dos buenos motivos que me hacían desistir. Primero, no estaba segura de que los empleados estuvieran autorizados a dar este tipo de informaciones a cualquiera. Segundo, y aún más grave, mi padre es el jefe de la oficina técnica y lo habría sabido inmediatamente por sus colegas. Las oficinas públicas son un nido de espías y soplones, es justamente él quien lo dice en la mesa cuando habla de su trabajo.

Así me introduje de nuevas en la habitación de la abuela, aprovechando que mi madre se había ido donde el estilista. Me sentía mal con la idea de tener que hurgar de nuevo entre sus cosas, pero desafortunadamente no había alternativa. Tenía una desesperada necesidad de un rastro, aunque fuera mínimo, para poder expurgar lo inconmensurable de direcciones, para restringir un poco el campo de las indagaciones.

Ha sido una búsqueda larga, meticulosa, enervante y sin resultado. Dentro del armario en los cajones de la cómoda había de todo, hasta su certificado de bautizo, pero nada que tuviera relación con el matrimonio. La abuela había mejorado todo: cada recuerdo, cada objeto, cada minúsculo detalle que pudiera recordarle a su esposo. Me lo había escrito en la carta y era otra verdad que se confirmaba con claridad, junto al hecho de haber sido abandonada. Entendía su gesto de rabia, de desilusión, casi venganza. Pero igualmente estaba enfadado con ella, que me pidiera actuar de darme ningún indicio.

¿Por qué no me había escrito en nada en la carta? ¿Un nombre, una dirección, un teléfono? ¿Cómo pretendía que pudiera ayudarla en estas condiciones? No era una mala ni mucho menos una vidente. Y no tenía siquiera un santo al cual encomendarme.

Esa noche, durante la cena, casi no he tocado la comida por los nervios.

Luego dije que me dolía la cabeza y subí a mi habitación. No era una mentira, el dolor de cabeza la tenía de verdad. Nunca mi vida había tenido que pensar tanto ni siquiera durante una tarea en clases de matemáticas.

Y además me sentía agotada desde esa tarde inútil que pasé registrando los cajones de la abuela, con los oídos alertas al mínimo chorrito del portón de ingreso y el corazón afligido de venganza por lo que estaba haciendo.

Tendida sobre la cama, me dije que lo único que podía hacer era hablar con Jisoo, pedirle que repitiera la sesión espiritista.

La idea no me gusta para nada, porque habría tenido que explicarle una buena cantidad de cosas personales y no estaba segura de que ella supiera tener la boca cerrada. Además, si para hacer una sesión se necesitaba como mínimo cinco personas, había tenido que contar mis asuntos también a Lisa, Rosé y Jennie. Y no quería eso.

Aunque las quería mucho a las cuatro, esto no me impedía ver el peligro que representaban. Se trataba de proteger a la abuela Yeojin, mi querida abuela, de las malas lenguas y de los malpensados, se trataba de conservar el secreto que ella había custodiado toda su vida dentro de su corazón. No podía fiarme de ellas, no en este caso.

Después de verme dado vueltas no sé cuántas veces en la cama, caí rendida por el cansancio y me sumí en un confuso entresueño.

Lo que Sabemos del Amor ➳ Han Jisung ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora