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Todo había comenzado cuando tenía unos siete años.

Mi padre había regresado a casa con un regalo: una caja de madera, grande y profunda, pintada con franjas irregulares blancas y negras. Los colores no eran nítidos, lúcidos, sino densos y por polvorosos como si hubieran sido mezclados con tierra.

—Viene de África.—me dijo él.

Recuerdo que cuando lo tomé en mis manos, la olí: emanaba un olor áspero, fuerte, exótico, una mezcla de sábana y de animales salvajes.

—¡Una caja cebra!— exclamé.

Todos se echaron a reír. Menos la abuela, que es una observación muy perspicaz: "Ten cuidado de qué no contenga nada peligroso. África es misterioso y a veces temible".— había dicho.

Pero la caja estaba vacía, aunque llena de colores exóticos, como si alguien los hubiese encerrado dentro. Al principio ponía lo que recolectaba por ahí: una pluma de pájaro encontrado por la calle, una conchita recogida en la playa, un montón desparejado, una piedra. La abuela iba a menudo a mi habitación para ver cómo iba la colección.

Luego hubo una vez que yo estaba muy triste, el motivo no lo recuerdo porque seguramente era una tontería de los que hacen llorar a las niñas consentidas como yo lo era en ese entonces. En cambio recuerdo claramente que estaba sentada en las escaleras, con una cara larga y cabizbaja. La abuela bajaba para ir a la cocina y me pregunto porque tenía esa cara, pero yo no sé lo que quería decir.

—Si no me si no me lo quieres decir, entonces escríbelo y pon en tu caja cebra. Así después lo leeré y te dejaré una respuesta. La caja conservará el secreto. Se dice que así son las cajas africanas, impenetrables.

Así había comenzado el juego. A veces era yo la que dejaba los mensajes, a veces era ella los que me los dejaba a mí. Nunca eran cosas importantes, pero eran secretos entre nosotras dos. Eso me gustaba mucho. Luego me hice mayor y ya no le encontraba más el gusto. Eran Chiquilladas de las que, entonces, me avergonzaba. Luego la abuela enfermó. Y la caja cebra terminó en el olvido.

Solo para mí evidentemente. Ella, en cambio, no lo había olvidado y debía haber quedado dentro un mensaje importante, si había venido a propósito del más allá para avisarme que fuera a leerlo.

No veía la hora de saber qué cosa me había escrito.

No veía la hora de saber qué cosa me había escrito

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Al día siguiente me puse a buscar la caja cebra. No lograba recordar cuándo y dónde la había visto la última vez, por lo que la única cosa que podía hacer era espulgar toda mi pequeña habitación.

—¿Qué haces?—preguntó mi madre curiosa, metiendo sus narices.

—Pongo orden.

Lo que Sabemos del Amor ➳ Han Jisung ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora