Cuando era pequeña me asustaba el océano.Irónicamente, mi casa se encontraba a unos veinte metros de la orilla del mar.
No me daba miedo el hecho de poder ahogarme ya que aprendí a nadar mucho antes que caminar, más bien me aterraba la idea de lo que podría haber bajo el agua. Después de todo, el océano era tan inmenso que en la actualidad no conocíamos ni siquiera la mitad de este.
Mi yo de 6 años creía que en cualquier momento un brazo largo, escamoso y viscoso emergería enroscándose en mi tobillo para jalarme hasta las profundidades del océano dándome una muerte dolorosa. En otras palabras, tenía un caso ligero de talasofobia, por lo que sí alguna actividad implicaba que el agua salada me llegara arriba de las rodillas estaba completamente descartada.
Ese miedo se lo podía atribuir a mi papá, quien me hizo ver con él toda clase de películas que incluyeran monstruos marinos, desde Megalodón hasta Piratas del Caribe.
No fue hasta que cumplí los 7 años que mi fobia se esfumó. Recuerdo que, como de costumbre, en el verano toda la familia de parte de mi papá vino de varias partes del mundo para visitar una de las islas más cercanas a la ciudad. Por obvias razones, yo no me metí a bucear en los arrecifes con mis primos, así que me dispuse a acostarme en una de las hamacas que habían colgado mientras admiraba la vista.
Vista que me fue bloqueada por el cuerpo de mi primo Illay, le dí un repaso completo, era más bajo la última vez que lo vi.
— Acompáñame — pidió extendiendo su mano hacia mí.
Me crucé de brazos a la defensiva.
— Ni lo pienses — pronuncie con firmeza en mi voz.
No era la primera vez que se inventaba algo para que lo siguiera y terminará haciéndome entrar al océano en contra de mi voluntad.
— Ayúdame a buscar cangrejos — insistió tanto que inspeccioné minuciosamente sus facciones en busca de algo que delatara otro de sus intentos —. Hay que meter uno en la camisa de Bellamy.
Esa oración bastó para que me la creyera por completo y me levantara de la hamaca tan rápido como si hubiera hormigas en ella.
Hacía media hora que nuestro primo mayor Bellamy había pisoteado nuestro castillo de arena. Era hora de la venganza.
Descartamos la orilla del mar después de casi un minuto de estar buscando sin éxito alguno, en nuestra defensa a esa edad carecíamos de paciencia (y actualmente también), de modo que caminamos varios metros hasta que nos topamos con un montón de rocas gigantes.
— Chaps, pesas — se quejó mi primo nombrándome por mi apodo sosteniendo mi pie con ambas manos.
En algún punto las rocas se hicieron más enormes, y yo al ser la mitad del tamaño de ellas ya no podía escalarlas sin ayuda de él.
— ¡No me vayas a dejar caer, Illay!
— No lo haré — aseguró impulsándome hacia arriba hasta que mi cuerpo quedó en la cima de la roca y pude hacer uso de mis brazos para levantarme por completo.
Una vez me senté, lleve mi mano derecha sobre mis ojos a modo de visera, desde ahí arriba apenas podía visualizar a lo lejos a mis primos buceando. Sabía que nuestra familia no podría vernos desde aquí, más eso no fue lo que hizo que mi pulso se duplicará por un millón, sino que, al llevar mi vista al oeste noté que las rocas que estaban delante de nosotros chocaban con el mar. La parte más profunda del arrecife estaba a un metro de nosotros.
Por puro reflejo mi mano apretó con fuerza la muñeca de Illay y él hizo una mueca de dolor, a pesar de eso mis ojos no se despegaron del chapoteo del agua al ser golpeada con las rocas esperando a que yo resbalara para que alguna bestia del océano me devorara completa de un solo bocado.