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La profesora Clark, que enseñaba Lengua en la Academia Foster, siempre decía que la mejor manera de empezar una historia es con el primer incidente importante o emocionante y que los detalles del fondo se rellenan después.

Así pues, yo voy a empezar con el lluvioso domingo del pasado noviembre en que conocí a Ella Hunt.

Siempre he pasado mucho tiempo en museos. Aquel día, para concentrarme en las ideas que tenía para la casa solar que estaba diseñando en mi proyecto de fin de bachillerato, había ido al Museo Metropolitano de Arte a visitar el Templo de Dendur y el ala americana.

El museo estaba tan abarrotado que decidí empezar por el ala americana, ya que a veces hay menos gente allí, especialmente en la tercera planta, que era donde yo quería ir. Al principio parecía que iba a ser cierto: cuando llegué a lo alto de las escaleras, había tanto silencio que creí que tal vez no habría absolutamente nadie. Sin embargo, al comenzar a pasear por las estancias coloniales, oí a alguien cantar. Recuerdo que me detuve un instante a escuchar y después comencé a acercarme al sonido. Fue sobre todo por curiosidad, pero también porque, fuera quien fuera, tenía una voz preciosa.

Había una chica de mi edad, diecisiete años, sentada en la ventana de una de las estancias coloniales más antiguas, cantando y mirando al exterior. Yo sabía que más allá de esa ventana solo había un fondo pintado, pero, de alguna manera, la chica, su capa gris y la canción que cantaba me trasladaron a un ensueño donde la plantación Plimoth o la colonia de la bahía de Massachusetts se extendían tras el cristal. La chica bien podría haber sido una joven de la época colonial, y su canción daba la impresión de ser triste. No presté mucha atención a la letra.

Al cabo de un momento dejó de cantar, aunque no de mirar por la ventana.

—Sigue, por favor —me oí decir.

La chica se sobresaltó al escuchar mi voz y se dio la vuelta. Tenía el pelo marron no tan largo, la cara delgada con una nariz diminuta y una expresión de tristeza en los labios, pero fueron sus ojos lo que me llamó más la atención. Eran tan marrones como el pelo y daba la impresión de que ocultaban tras ellos más de lo que nadie pudiera imaginar.

-Oh -dijo, llevándose a la garganta una mano larga y delgada que contrastaba con la forma de su cara- ¡Me has asustado! Pensaba que no había nadie. -Se envolvió todavía más en la capa.

-Era muy bonito lo que cantabas -dije rápidamente, antes de que me diera vergüenza. Le sonreí y ella me sonrió también, nerviosa, como si todavía estuviera recuperándose del sobresalto- No sé qué canción era, pero me imagino totalmente a alguien de la época cantándola en esta sala.

La sonrisa de la chica se amplió y sus ojos chispearon por un instante.

-Ay, ¿de verdad? -dijo-. No era una canción real, me la estaba inventando. Me había imaginado que era una chica en la época colonial que extrañaba Inglaterra; ya sabes, a su mejor amiga y esas cosas. Y a su perro, porque le habían dejado llevarse al gato, pero no al perro. -Soltó una risita- Seguro que el perro tenía un nombre superoriginal, como Bobby.

Yo también me reí, y luego no se me ocurrió nada más que decir. La chica caminó hacia la puerta y parecía que iba a marcharse, así que volví a hablar rápidamente.

-¿Vienes mucho por aquí? -Al instante, me dio mucha vergüenza lo estúpido que había sonado.

Ella no pareció pensar que era una pregunta estúpida. Sacudió la cabeza, como si fuera muy en serio, y respondió:

-No. Tengo que ensayar un montón, pero a veces me aburro. -Se sacó el pelo de la capa y lo dejó caer sobre sus hombros. La capa se le abrió un poco y pude ver que debajo llevaba unos pantalones de pana verdes y un jersey marrón muy poco coloniales.

Dear Ella- HuntelfdDonde viven las historias. Descúbrelo ahora