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No siempre hablábamos cuando estábamos juntas; no hacía falta. Eso era sorprendente y puede que fuera lo mejor de todo; aunque no lo pensábamos mucho, simplemente ocurría. Hay una leyenda griega, que dice que los amantes son en realidad dos mitades de la misma persona. La gente vaga por ahí en busca de su otra mitad, y, cuando la encuentran, se sienten finalmente completos y perfectos. Lo que impresiona es que, según esa historia, todo el mundo formaba parte al principio de una pareja unida por la espalda, y algunas parejas estaban compuestas solo de hombres, otras de mujeres y otras de hombres y mujeres. Esta gente fue a la guerra contra los dioses y, como castigo, los dioses los cortaron por la mitad. Por eso, algunos amantes son heterosexuales y otros homosexuales: mujer y mujer u hombre y hombre.

La primera vez que oí esa leyenda, creo que en mi primer año de instituto, me encantó por lo justa, adecuada y sensata que me pareció. Ese invierno comencé a pensar que era cierta porque, cuanto más nos conocíamos Ella y yo, más sentía que ella era la otra mitad de mí.

Puede que lo más raro fuera que, conforme avanzaba el invierno, Ella y yo siguiéramos sin tocarnos mucho más que en Navidad, cuando empezamos. No obstante, ese invierno nos dimos cuenta de que queríamos hacerlo. Bueno, sobre todo yo me di cuenta, ya que era algo muy nuevo para mí. Y, cuanto más cuenta nos dábamos, más intentábamos evitarlo.

O era yo la que intentaba evitarlo. Al menos al principio...

Estábamos en la habitación de Ella; sus padres habían salido y su abuela estaba dormida. Escuchábamos musica en la radio, sentadas en el suelo. Yo había recostado la cabeza en el regazo de Ella y ella me acariciaba el pelo; después, bajó la mano con suavidad por la garganta y hasta el pecho, y yo me levanté hacia la radio y toqueteé el mando con alguna excusa tonta que era mentira, como: «Se está yendo el volumen»...

La otra vez fue en mi cocina; mis padres y Austin estaban viendo la tele en el salón. Ella se había quedado a cenar y fregábamos los platos. La abracé desde atrás y noté su cuerpo tan pegado a mí que no estaba segura de si el pulso que sentía era el suyo o el mío. Pero, cuando se giró hacia mí, me apresuré a coger un paño y un plato...

Después empezó a pasar también al revés: Ella empezó a apartarse de mí. Me acuerdo de una vez que íbamos en el metro y era tan tarde que, durante un rato, no hubo nadie más con nosotras en el vagón. Me incliné para besar a Ella y ella se puso rígida, manteniéndose lejos de mí...

Lo peor era que no nos atrevíamos a hablar de ello, y nos enredamos tanto que comenzamos a malinterpretarnos cada vez más a menudo, con lo que la comunicación sin palabras que tanto atesorábamos se debilitó muchísimo. Comenzamos a pelearnos por cosas muy tontas, como la hora de quedar o lo que íbamos a hacer, o si Ella iba a venir a mi piso o yo al suyo, o si íbamos a coger el metro o el autobús.

La peor pelea sucedió en marzo.

Habíamos ido al Museo Metropolitano. Ella llevaba siglos pegada a la reja del coro medieval y yo quería ir al Templo de Dendur.

—Si no hay nada que ver —dije molesta. Tenía la impresión de que se limitaba a mirar fijamente la reja—A estas alturas ya te conocerás todas las florituras. De verdad, ¿cuántas barras de estas hay? —Señalé una de las varas verticales de la reja.

Ella se volvió hacia a mí hecha una furia; nunca la había visto tan enfadada.

—Oye, ¿por qué no te vas a ver el templo de las narices si es lo que quieres? Algunas rezamos mejor a oscuras, ¿vale? Tú probablemente no rezas nunca, porque ya eres muy pura y estás muy segura de todo.

Un guardia echó un vistazo en nuestra dirección, como intentando decidir si mandarnos callar o no. Todavía no habíamos gritado, pero íbamos de camino.

Yo me enfadé lo suficiente como para ignorar todo lo que Ella me había dicho hasta después. Simplemente me di la vuelta y me fui al templo, dejando atrás al guardia. Estuve allí una media hora antes de darme cuenta de que la pelea la había empezado yo, pero, cuando volví a la reja del coro para disculparme, Ella se había ido.

—¿Me ha llamado Ella? —pregunté con despreocupación cuando volví a casa sobre las seis y media.

—No —respondió mi madre, que me lanzó una mirada peculiar.

Creo que no dije una palabra durante la cena y, cada vez que sonaba el teléfono, me sobresaltaba.

—Haiz se ha peleado con alguien —canturreó Austin alegremente. Era la tercera vez que corría hacia el teléfono y tenía que pasárselo a otra persona, que casi siempre era él—Ella y tu se enojaron por un chico, ¿no, Haiz? Eso o...

—Ya está bien, Austin —dijo mi madre, sin dejar de mirarme—¿Es que no tienes deberes?

—A lo mejor él no tiene, pero yo sí —dije, y me metí en mi habitación dando un portazo.

Sobre las diez, mientras Austin estaba en la ducha, llamé a Ella, pero su abuela me dijo que se había ido a la cama.

—¿Podrías... podrías ir a ver si sigue despierta? —pregunté con cuidado. Hubo una pausa, y después la abuela me dijo:

—Ella y tú han discutido, ¿no, Haiz?

—Sí —admití.

Casi la veía asentir con la cabeza.

—Eso me ha parecido cuando la he visto llegar. Estaba nerviosa. Mejor la llamas mañana, ¿eh? No es asunto mío, pero a veces la gente necesita tiempo.

Sabía que tenía razón, pero no quería dejarlo ahí. No quería irme a la cama pensando que Ella estaba enfadada conmigo, o que le había hecho daño.

—Podrías... ¿podrías decirle que lo siento? —dije.

Ella pareció aliviada.

—Claro, yo se lo digo. Pero ahora colgamos. Llama mañana, ¿vale?

—Vale —dije, y colgué.

Mi madre me puso la mano en el hombro apenas solté el auricular.

—Hailee —empezó—, ¿quieres que hablemos? Pareces muy disgustada, cariño, ¿qué...?

Pero me deshice de ella y volví a correr hacia mi habitación, donde leí sonetos de Shakespeare hasta la madrugada y lloré cada vez que pasaba por los que le había copiado y enviado a Ella.

Dear Ella- HuntelfdDonde viven las historias. Descúbrelo ahora