Dos días después, el miércoles, Ella se las apañó para salir de su instituto el tiempo suficiente para colarme en la cafetería, una sala enorme y descuidada tan llena de gente como la estación de Penn o la de Grand Central en Navidad. Nos sentamos y, mientras intentábamos escucharnos entre la gente, un chico alto se levantó de su silla, se sacó al menos medio metro de cadena del bolsillo y empezó a hacerla girar por encima de la cabeza, gritando algo a lo que nadie hizo caso. De hecho, nadie le hizo caso a él tampoco, excepto para apartarse de la cadena giratoria.
Yo no me lo podía creer. No me podía creer, para empezar, que alguien hiciera eso, pero tampoco me podía creer que lo hiciera y todo el mundo le ignorara. Supongo que me quede mirandolo fijamente, porque Ella se detuvo a mitad de frase y me dijo:
—Te preguntas por qué lo de la cadena, ¿verdad?
—Verdad —dije, intentando sonar tan despreocupada como ella.
—Nadie sabe por qué lo hace, pero enseguida vendrá uno de los profesores de carpintería y se lo llevará. Mira, ¿ves?
Un hombre grande que llevaba un delantal entró, esquivó la cadena voladora y agarró al chico de la cintura. Inmediatamente, el chico se quedó quieto y la cadena cayó al suelo con un ruido metálico. El hombre la recogió, se la guardó y sacó al chico de la cafetería.
—Ella —dije, sin poderme controlar—, ¿me estás diciendo que hace eso a menudo? ¿Por qué no le quitan la cadena del todo? ¿Por qué no le…? No sé… ¿Lo hace mucho, de verdad?
Ella me miró con una mezcla de diversión y compasión, y dejó su batido de chocolate en la mesa.
—Lo hace un montón, una vez a la semana o así. Y le quitan la cadena, pero supongo que no le faltan. No sé por qué no hacen nada más con él o por él, pero no lo hacen. —Sonrió—Ya ves por qué prefiero los pájaros blancos.
—Y los unicornios y caballeros —respondí—¡Qué barbaridad!
—Cuando empecé a venir aquí —me contó Ella—, me ponia a llorar cuando volvía a casa por la noche. Pero después de dos meses aterrorizada y deprimida, me di cuenta de que, si te mantienes lejos de la gente, la gente se mantiene lejos de ti. La única razón por la que no he intentado cambiarme de instituto es que, cuando mi madre trabaja hasta tarde, vuelvo a casa a la hora de comer para ver a mi nana. No podría hacer eso si fuera a otro instituto.
—Tiene que haber gente buena por aquí —dije, mirando a alrededor.
—La hay. Pero como me pasé el primer año apartada de todo el mundo, para cuando llegué a segundo todo el mundo había hecho amigos. —Sonrió con ironía—No es solo que la gente de Nueva York no sea simpática; yo tampoco he sido simpática con la gente de Nueva York. Hasta ahora.
Le sonreí.
—Hasta ahora —repetí.
Después de comer, como había quedado en reunirme con Ella en su piso más tarde, me fui al Museo Guggenheim e intenté no pensar en lo que podría estar pasando en su instituto mientras yo estaba allí, rodeada por toda la seguridad del mundo y mirando cuadros. Pero no dejé de pensar en ello, ni en lo deprimente que parecía gran parte de la vida de Ella, ni en cuánto me gustaría poder hacer algo para alegrársela.
El día anterior, después de que Ella saliera de clase, habíamos ido al Jardín Botánico de Nueva York, donde yo había estado ya un par de veces con mis padres. Ella se había vuelto loca correteando por los pasillos de los invernaderos mientras olía las flores, las tocaba y hasta les hablaba. Nunca la había visto tan emocionada.
—Ay, Hailee —había dicho—, no tenía ni idea de que este sitio estaba aquí. ¡Mira! Eso es una orquídea, aquellas son flores de Bach, esa es una bromelia… Se parece a un sitio al que íbamos en Londres, ¡qué bonito! ¡Ojalá hubiera más flores aquí! ¡Más cosas verdes!
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Dear Ella- Huntelfd
Teen FictionLa magia del primer amor consiste en nuestra ignorancia de que pueda tener fin.