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La directora Hill no levantó la vista cuando entré en su despacho. Era una mujer rechoncha de pelo gris que llevaba colgadas unas gafas sin montura en una cadena, y siempre mostraba una expresión como de dolor. Puede que siempre le doliera algo, porque, a menudo, mientras se pensaba una de sus sarcásticas intervenciones, dejaba caer las gafas sobre su abultado pecho y se pellizcaba la nariz como si le molestara la parte superior. Yo siempre pensé que quería dar la impresión de que el alumno al que regañaba era quien le causaba los dolores. Podría haberse ahorrado mucho tiempo si hubiera seguido los estatutos de la Foster: «La administración de la Academia Foster guiará a los estudiantes, pero los estudiantes se gobernarán ellos mismos». Supongo que ella era lo que el profesor Jorrocks, que enseñaba Historia de Estados Unidos, llamaba una «construccionista libre», porque interpretaba los estatutos de forma diferente a la mayoría de la gente.
—Siéntate, Hailee —dijo la directora Hill, todavía sin levantar la vista. Su voz sonaba cansada y ahogada, como si tuviera la boca llena de gravilla.
Me senté. Siempre costaba no deprimirse en el despacho de la directora Hill, incluso si estabas allí para que te felicitaran por haber conseguido una beca o haber sacado matrícula. El amor que la directora Hill profesaba a la Academia Foster, que era bastante, no la inspiraba mucho en materia de redecoración. Las paredes del despacho estaban pintadas en su tono marrón original y no había nada que contrastara con ellas, como alguna planta. Además, solía dejar las gruesas cortinas marrones medio cerradas, así que siempre reinaba una cierta oscuridad.
Por fin, la directora Hill levantó la cabeza del archivador que había estado hojeando, dejó reposar las gafas en su pecho, se pellizcó la nariz y me miró como si yo tuviera la moral de una babosa marina.
—Hailee Steinfeld —dijo, y un quejido se le escapó a través de la gravilla que le llenaba la boca—, no sé cómo transmitirte lo profundamente impactada que estoy de que no hayas cumplido tu deber, no solo como jefa del consejo estudiantil y, por tanto, como mi mano derecha, sino también como miembro del cuerpo estudiantil simple y llanamente. No tengo palabras —añadió, pero, como la mayoría de la gente que dice eso, se las apañó para continuar—El deber de informar, Hailee. ¿Es que se te ha olvidado el deber de informar?
Me sentí como si me hubiera tragado una caja de los plomillos que usa mi padre cuando va a pescar al campo.
—No —dije, aunque sonó más a susurro que a palabra.
—¿No qué?
—No, señora directora.
—Por favor, recítame la parte de las reglas que habla de ese deber —dijo, cerrando los ojos y pellizcándose la nariz.
Me aclaré la garganta, diciéndome que no esperaría que recordara las reglas palabra por palabra tal y como aparecían en el librito azul titulado Bienvenido a la Academia Foster.
—El deber de informar —empecé—Uno: si un estudiante incumple una regla, él o ella debe informar al respecto y escribir su nombre, junto a la regla incumplida, en un papel, y dejarlo en el buzón junto a la mesa de la profesora Backer en el despacho.
La profesora Backer era una mujercita alegre con aspecto de ave y el pelo teñido de rojo que enseñaba Literatura Bíblica a los alumnos de primer año, además de contar historias de la Biblia en primaria una vez a la semana. Su otro trabajo era el de secretaria administrativa de la
directora Hill, lo que significaba que la directora confiaba en ella y le asignaba tareas especiales, que iban desde servir el té en el club de madres hasta redactar por ella documentos confidenciales y custodiar el buzón de los informes.La profesora Backer y la directora Hill tomaban el té juntas todas las tardes en elegantes tazas de porcelana de Dresden, pero nunca daban la impresión de estar en el mismo nivel, como los amigos de verdad. Más bien eran como un águila y un gorrión, o una ballena y su pez piloto, porque la profesora Backer siempre correteaba por ahí haciéndole recados a la directora Hill o protegiéndola de visitantes a los que no quería recibir.
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Dear Ella- Huntelfd
Teen FictionLa magia del primer amor consiste en nuestra ignorancia de que pueda tener fin.