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Aquel invierno, yo sonreía sin poder evitarlo cada vez que Ella entraba en una habitación o aparecía en la parada de autobús o en la esquina donde hubiéramos quedado: era como si mi cara tuviera voluntad propia. Nos veíamos todas las tardes que podíamos y los fines de semana, y nos llamábamos casi todas las noches; y aun así, no nos parecía suficiente: a veces quedábamos en llamarnos desde una cabina a la hora de comer. Era todo un alivio que yo nunca tuviera muchos problemas con los estudios, porque me pasaba las clases en las nubes mientras le escribía cartas a Ella o me perdía en mis fantasías.

La campaña de recaudación de fondos se hizo a mi alrededor sin que yo le prestara demasiada atención. Prometí contribuir con algo de dinero, escuché los discursos de Sophia y Thomas y hasta les ayudé a recolectar las aportaciones de los otros alumnos, pero nunca terminaba de estar ahí, porque mis pensamientos solo los ocupaba Ella.

Las canciones que sonaban en la radio, de repente, me recordaban a Ella y a mí; los poemas que leía parecían haberse escrito especialmente para nosotras. Empezamos a mandarnos los poemas que más nos gustaban. Me habría gastado todos mis ahorros en comprarle plantas si no hubiera sabido lo mucho que le molestaba que yo me los gastará en ella.

Seguíamos encontrando cosas de Nueva York que enseñarnos; era como si estuviéramos viendo la ciudad por primera vez. Una tarde me di cuenta, y se lo mostré a Ella, de cómo la luz del sol se reflejaba en la fachada de su feo edificio y lo hacía brillar, casi como si hubiera una lámpara misteriosa escondida en el interior de sus muros. Ella me enseñó los ailantos, unos pequeños árboles que crecen bajo las rejillas del metro y las alcantarillas y que se estiran buscando el sol. En verano daban cobijo a los dragoncitos que viven bajo las calles, me contó entre risas.

Muchos elementos de aquel invierno fueron… mágicos; vuelve a ser la única palabra, y gran parte de aquella magia era que, al margen de lo mucho o poco que tuviéramos que ofrecer de nosotras, siempre queríamos darle más a la otra.

Un sábado, a principios de diciembre, conseguimos que nuestros padres nos dejaran salir a cenar juntas.

—¿Qué problema hay? —me había dicho Ella; había sido idea suya—¿Es que la gente no sale a cenar en las citas y esas cosas? —Sonrió y me dijo formalmente—Hailee Steinfeld, me gustaría que fuéramos juntas a cenar. Conozco un restaurante italiano genial…

Era un restaurante italiano genial. Estaba en West Village y era diminuto: no tendría más de diez o doce mesas, y las que estaban junto a la pared, donde nos sentamos nosotras, estaban separadas por biombos de hierro decorados, así que disfrutábamos de la ilusión de la privacidad. También estábamos en penumbra; la luz principal procedía de una vela dentro de una botella de Chianti. El rostro de Ella parecía amónico y dorado, como el de una mujer de un cuadro renacentista.

—¿Qué es esto? —pregunté señalando un nombre largo en el menú mientras resistía las ganas de tocar la maravillosa cara de Ella—¿Scapeloni al marsala?

Ella soltó una carcajada tan cálida como la luz de la vela.

—No, no —me corrigió—Scaloppine. Scaloppine alla marsala.

Scaloppine alla marsala —repetí—¿Qué es?

—Es venado —dijo ella—Vitello. Como lonchas finas de venado con una salsa sensacional.

—¿Está bueno? —pregunté, pero seguía pensando en cómo había dicho vitello, con una pausa musical entre las eles.

Ella se rio otra vez y se besó los dedos de la mano derecha. Después abrió la mano y la alzó, en el gesto que habíamos visto la semana anterior en una película sobre Venecia.

Dear Ella- HuntelfdDonde viven las historias. Descúbrelo ahora