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narrador omnisciente
La dependencia de tener felices a todos provocó que Hana aceptara casarse con Shinichiro. Ella misma se autoconvenció de que eso era lo correcto. Y no era que no amara al joven Sano, pero esa emoción en específico la sentía más con Wakasa.
Aunque ella había decidido dejarlo ir e incluso cuando temía verlo por el posible odio que él podría tenerle, le dejó una carta por debajo de su puerta días después de la noche en la que él salió corriendo de S. S Motors al ver cómo el amor de su vida estaba comprometida con su mejor amigo.
Wakasa no leyó esas palabras, hasta meses después, cuando el fatídico día llegó:
El día de la boda de Shinichiro y Hana.
El joven Imaushi despertó en una cama fría. Ya era invierno, esa estación del año en la que las flores no relucían tanto.
El invierno estaba lleno de frialdad, aún incluso cuando en el verano el calor había reinado. Ahora ya no quedaba nada de calidez, a menos que despertaran abrazados con personas que sabían que no podían amar tanto como ellos se habían amado.
Como era de esperarse, Wakasa y Hana se alejaron el uno del otro. El primero la había evitado todo ese tiempo, ella no podía culparlo. El único contacto que el ojimorado tenía era con Shinichiro y seguía siendo lo mismo de siempre porque claro, él no estaba al tanto de todo lo que había pasado ese anochecer en S. S Motors. Sabía que en algún punto tendría que volver a verla, y obviamente sería pronto.
Esa mañana de diciembre, una figura pelirroja al lado de Wakasa se removió entre las sábanas. El hombre sonrió aún recordando el buen sueño imaginativo que había tenido. Abrió los ojos con somnolencia y ahí vio la espalda femenina desnuda.
—Hana... —soltó inconscientemente. Su falsa realidad al soñar no le había bastado, aún peor, había profundizado la confusión que tenía cada día al despertar con una mujer diferente.
—¿A quién le hablas? Me llamo Jackie. —la fémina se giró con algo de molestia.
Cuando vio sus ojos negros, volvió a la realidad. No era ella. Todas las mujeres con las que compartía cama eran pelirrojas, pero ninguna tenía esas pecas tan bonitas. Ninguna tenía esos ojos tan profundos y azules.
Simple y horriblemente ninguna de ellas era Hana Okazaki.
—¿Quién es Hana? —preguntó frunciendo el ceño.
—Nadie... Solo es... nadie. —por alguna razón no sentía culpa por lo que había dicho. ¿Por qué no lo hacía? ¿Acaso se estaba quedando sin sentimientos? Eso lo asustaba, los últimos meses habían estado llenos de noches en las que iba a bares y terminaba besándose desenfrenadamente con personas, personas que le recordaban a ella. Todo por tratar de sentir lo mismo.
