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Alfonso terminó de un trago su vaso de whisky y observó cómo el sol se escondía en el horizonte. Llevaba aproximadamente cuarenta y ocho horas completas sin dormir y, según calculaba él, seguramente pasarían otras cuantas horas más, incluso días, hasta que pudiese por fin conciliar el sueño. Su ama de llaves había insistido en traerle comidas cada pocas horas, aunque veía como se llevaba la bandeja exactamente igual a como la traía. Pero no había dicho nada, simplemente había suspirado y había desaparecido tras la puerta segundos después. Y, como si la hubiese invocado, tres golpes suaves sonaron en la puerta.

— Tu cena, Alfonso. Espero llevarme la bandeja vacía esta vez.

Alfonso ni siquiera se había girado hacia ella. Había escuchado como Fernanda cerraba la puerta y cómo sus pasos se perdían en el pasillo. Suspiró y, al inspirar, el olor de su comida favorita le inundó los sentidos, pero no tenía hambre y, una hora después, Fernanda se llevó la bandeja intacta.

No fue hasta una semana después, cuando Fernanda escuchó un golpe seco en el suelo, que Alfonso despertó del shock en el que había estado hasta ese momento. Jamás había llorado, pero Fernanda se lo encontró en el suelo, hecho un ovillo y sollozando incontroladamente.

«Era mi mujer, era mi hijo». Susurraba cada poco tiempo.

Fernanda lo había conseguido subir a la habitación después de tirar casi una hora de él y lo había tapado hasta arriba, tarareando una canción de cuna, como hacía cuando él era pequeño y sus padres discutían, y le había acariciado la frente con cariño. Fernanda había sido el ama de llaves de la casa de los padres de Alfonso desde que él era muy pequeño y su niñera particular, así que, cuando sus padres se divorciaron y Alfonso fue lo suficientemente rico como para alejarse de ellos, se la llevó con él. Cuando Alfonso se casó, Fernanda no mostró ninguna de sus emociones, pero los dos estaban muy contentos por la llegada de su primogénito, Matteo.

Pero cuando había tenido lugar el accidente... Todo se había vuelto oscuro para Alfonso. Llevaban meses discutiendo si, y Alfonso se había dado cuenta de que su esposa no estaba enamorada de él, como había jurado y perjurado, sino de su dinero. En aquella discusión se habían dicho muchas cosas, cosas que dolían, pero Alfonso seguía teniéndole un cariño especial porque había sido su mujer, aunque hubiese sido una farsa.

Matteo estaba a punto de nacer, y casi lo habían conseguido salvar. Pero el golpe que habían recibido los dos, había impactado directamente en su cabeza. Fernanda se había deshecho en lágrimas y había susurrado «un angelito, pobre angelito» hasta la infinidad. En cambio, Alfonso se había mostrado frío y distante, había abrazado con uno de sus brazos a su ama de llaves y había preguntado al doctor qué tenían que hacer ahora.

— Alfonso, llorar no está prohibido —le había dicho Fernanda cuando habían llegado a casa del hospital.

Pero él solamente había asentido y había susurrado, casi en silencio:

— Lo sé.

Fernanda lo había mirado no muy convencida, pero había terminado asintiendo y dejándolo hacer lo que quiso toda una semana, hasta que se había derrumbado en el suelo de su despacho y se había puesto a llorar como un bebé. Lo había cuidado toda la noche y, cuando Alfonso se despertó al día siguiente, la miró como si la noche anterior no hubiese existido.

— Fer, ¿podrías prepararme un café?

Ella había asentido, se había levantado de la silla y había desparecido de la habitación mientras Alfonso se preguntaba cómo había llegado allí.

Se levantó, con el traje de la noche anterior arrugado, y se metió en la ducha para refrescarse. Las imágenes de cómo se había derrumbado ayer empezaron a llegar a su mente y, como si no hubiese terminado, lloró en silencio bajo el agua también.

Cuando salió, se miró en el espejo y juró que jamás volvería a llorar, jamás volvería a sentir algo por nadie. Y lo más importante, jamás se dejaría volver a engañar, por nadie.

JAMÁS.

Segunda oportunidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora