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Durante la primera semana, Anahí aprendió las cosas más simples de Alfonso. Como que le gustaba el café con dos azucarillos y un poco de leche fría, que para comer prefería algo ligero y fresco, mientras que para cenar prefería algo caliente que le relajase, prefería un vaso de whisky por las noches y uno de chardonnay por la tarde y nunca, nunca se tomaba una copa antes de las cuatro, por muy cabreado o estresado que estuviese. Pero a veces, cuando pensaba que estaba solo o que nadie lo observaba, se quedaba muy quieto y con la mirada perdida, como pensando en algo o en alguien. Su padre no podía ser, ya que Fernanda le había dicho que a veces se quedaba aquí a pasar unos días, pero podía ser su madre. A lo mejor había fallecido y la echaba de menos todos los días ¿Y si era una mujer? No había visto entrar ni salir a ninguna mujer que no fuese del servicio y, con la fama que solían tener los millonarios jóvenes, solían ser su mayor entretenimiento.

— Anahí —la llamó Fernanda.
— Buenos días, Fer —sonrió en respuesta, girándose hacia ella.
— Alfonso quiere su café.

Anahí inclinó la cabeza hacia la encimera, donde la taza de Alfonso estaba preparada, junto con dos galletas que Anahí había empezado a ponerle dos días atrás y que, sorpresivamente, le habían gustado mucho y había vuelto a pedirlas.

— Estupendo —sonrió, satisfecha—. Dejé el periódico encima de la mesa auxiliar que hay fuera del despacho...
— Lo sé, lo sé. Se lo daré también —pasó por su lado, sonriente—. Muchas gracias, Fer. Cuando venga podremos preparar ese programa de comidas especiales que ha pedido el señor Herrera, aunque anoche estuve buscando algunas ideas. Supongo que tu tendrás muchísimas más, y mejores.

Alfonso le había dicho el tercer día que, si no le importaba, comenzaría a llamarla Anahí y que ella podía llamarle Alfonso. Pero, por la manera en que su corazón se aceleraba cada vez que lo sentía cerca, decidió seguir llamándolo señor Herrera y mantener, tanto como le fuese posible, las distancias. Por lo menos hasta que ese estúpido e infantil enamoramiento se le pasase.

Alfonso estaba tan concentrado en su ordenador que ni siquiera escuchó los dos golpes en la puerta de Anahí y no supo que había entrado hasta que una taza de café con galletas y el periódico apareció frente a él.

— Anahí —sonrió, echándose hacia atrás para admirarla bien.

No era muy alta y el primer día la ropa no había acentuado todas sus curvas pero, ese uniforme que Fernanda le había comprado le sentaba como un guante y, tanto sus caderas cómo sus pechos se realzaban de una manera sorprendente. Normalmente se controlaba cuando la veía acercarse, pero cuando se alejaba... ¡Ay cuándo se alejaba! Estaba totalmente perdido con sus sutiles movimientos de izquierda a derecha mientras caminaba. La trenza que la había visto llevar todos los días también era su pequeña obsesión, porque cada noche, cuando se metía en la cama, pensaba en como sería ese pelo suelto y sobre su almohada... Pero en seguida se reprimía y apartaba esos pensamientos de su mente, no se podía permitir pensar en otra mujer, no después de lo que había pasado con la suya. Llevaba cuatro años sin estar con una y su libido había quedado reducido a cero todo ese tiempo, hasta que la había visto. Si las cosas hubiesen sido diferentes... Si no hubiesen discutido ese día... Matteo tendría ya tres años y habría llenado de alegría ese sitio, correteando de un lado a otro y riendo a carcajadas.

Suspiró. Y Anahí volvió a aparecer en su mente. Le había dicho que podía llamarle Alfonso en vez de señor Herrera, pero ella simplemente había sonreído y había negado con la cabeza mientras le contestaba que, aunque él podía decirle Anahí, ella se sentía más cómoda diciéndole señor Herrera. Pero él no se sentía cómodo, quería que lo llamase Alfonso, quería que lo besase y que le suplicase que le hiciese el amor. Pero no podía.

Segunda oportunidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora