Cuestión de fe

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Fue en una calurosa noche de verano, donde era abrazada por la oscuridad de la habitación. Las luces se encontraban apagadas, pero el alumbrado de las farolas entraba sutilmente por la única ventana del cuarto, iluminando el rostro pálido y agonizante de Arlene. Se ubicaba en su antiguo piso, a doscientos kilómetros de su familia. Quizás por eso no pensó en ellos cuando lo hizo. Fue cuestión de suerte haberse mareado y tropezado contra la esquina de la mesilla: eran mejor tres puntos de sutura en la frente que una muerte solitaria. El estruendo que provocó su cuerpo al caer sobre el suelo alertó a uno de sus tres compañeros de piso, con el que mejor se llevaba. Si hubiera sido otro no le habría dado la suficiente importancia o no se hubiera sentido con la confianza necesaria para irrumpir en su habitación. Tuvo suerte.

La puerta se abrió de manera brusca y la luz intensa del pasillo se coló en el cuarto, haciendo que Arlene entrecerrara los ojos. Había conseguido tumbarse sobre su espalda, pero no podía levantarse, tampoco hablar. Era la peor sensación que había vivido jamás. Le faltaba la respiración, sentía que el oxígeno que inhalaba no era suficiente para sus pulmones, y eso le generaba tal ansiedad que sentía que el corazón se le saldría del pecho en algún momento. La sensación de vértigo la hacía enloquecer, y entre una cosa y otra ni si quiera era consciente de que su compañero ya había llamado a emergencias. Se encontraba arrodillado a su lado, tratando de que la morena le prestara atención sin éxito. Ella solo pensaba en una muerte inminente y en lo arrepentida que se sentía de haber tomado aquella decisión.

La sangre de su frente descendía hacia su sien hasta llegar a su cabello, pero era lo de menos, ni si quiera le dolía. Su visión comenzaba a tornarse borrosa, fue entonces cuando empezó a rendirse, aunque no tenía otra opción, ya que no podía luchar contra aquello. Los segundos pasaban y el tiempo jugaba en su contra, por eso sonrió cuando escuchó a lo lejos el sonido de una sirena. Era la sonrisa más triste que había esbozado nunca, y a su vez, albergaba en ella un rayo de esperanza. En aquel momento quiso creer en que era cuestión de fe. Necesitaba aferrarse a una creencia, que de existir alguien, o algo, no la dejarían morir así. Suplicó hacia sus adentros, rogó seguir con vida. Aquellos fueron sus últimos pensamientos. Antes de que los sanitarios irrumpieran en el edificio, Arlene ya había perdido la conciencia.

Despertó horas después en la camilla de un hospital gracias a un molesto pitido, el olor del cuarto era tan característico que Arlene aún en la actualidad había conseguido recordarlo. En su frente tenía tres puntos de sutura, en su dedo índice un dispositivo que monitoreaba su nivel de saturación de oxígeno y en el dorso de su mano una vía intravenosa. La cubría una fina sábana blanca, aunque allí el calor era igual de asfixiante que en su piso.

Como era de esperar, se mostraba confusa y asustada al no comprender la situación. Eran muchas las preguntas, pero solo necesitó algo más de tiempo para recordar y entender todo. Al alzar la mirada se encontró con la preocupación que manifestaba su madre, quien rápidamente corrió a abrazarla una vez fue consciente de que su hija había despertado. Habían necesitado algo más de dos horas en coche para llegar hasta ella. Arlene se dejó abrazar, todavía perpleja, y apoyando su mentón en el hombro de su madre observó a su padre sentado en una esquina, observando la escena en silencio. Lo vio llevar una de sus manos al puente de la nariz: tenía las mejillas y orejas enrojecidas y ocultaba unas lágrimas descontroladas que descendían hacia su mentón. Aquella imagen le impactó porque nunca antes se había mostrado tan afectado delante de ella, de hecho, Arlene no recordaba haberlo visto llorar. Aquella fue la primera vez en mucho tiempo que sintió que era importante para él, solo aquel gesto le hizo falta para sentirse querida, y se echó también a llorar.

Empezaron los remordimientos, hasta el punto de sentirse peor por el sufrimiento ocasionado a sus padres que a ella misma. Su madre siguió abrazándola y diciéndole lo mucho que la quería, sin embargo, Arlene todavía no podía articular palabra, ya que sentía un nudo en la garganta. Aquel suceso lo cambió todo, fue un nuevo comienzo.

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