Capítulo 18: "Ese amo, llorado"
—¡Sebas, suéltalo! No le harán nada a su alma.
—¡Joven amo! ¡No! ¡Démelo, señor Sebastian! ¡Quiero ver al joven amo!
—¿El conde está muerto...? Ranmao, lleva al Príncipe Soma al carruaje. No podemos perder tiempo. Que no vea esto.
—¿Él se suicidó?
Ruidoso, y ni siquiera eran tantas personas. ¿O sí lo eran? Solo eran siluetas gritonas que lloriqueaban o exigían algo incomprensible. Las voces conocidas fueron opacadas por las de extraños luceros verdes que tomaban forma de pupilas; parcas.
—¡Arresten a ese traidor!
Ese sollozo. ¿Era de Undertaker? Lamentos y disculpas hacia Vincent, hacia Elizabeth, hacia Ciel y alguien de quien nunca oyó nombrar.
—Demonio, suelta al niño — le dijeron.
Se fue aclarando.
Sebastian sostenía un pequeño cuerpo en brazos. Vestía de negro, un traje que alguna vez fue un bello atuendo de encaje y listones, ahora manchado de su propia sangre. El pequeño reposaba entre los brazos de la bestia, con partes de su piel ennegrecida y las garras y plumas evidenciando su naturaleza junto a sus colmillos. Su cabello azabache cubre su rostro. Estaba cabizbajo, aferrándose a su señor en medio de un temblor de desconsuelo.
Le decían que les dejara ver al chico al ser un alma recolectada antes de tiempo, pero él no podía dejarlo ir.
Grell y Ronald estaban justificándolo. Ellos eran amo y contratista. El alma le pertenecía. No podían recolectarlo. Nadie hizo caso.
Mostró sus dientes a la parca que se atrevió a tocar el brazo del menor. Reveló sus ojos. El carmín brillante siempre era muy hermoso para Ciel. Aparecía cuando sus instintos animales, monstruosos, aparecían. No obstante, jamás—nadie—lo había visto derramar lágrimas.
Las gotas que caían de sus ojos, empapando sus mejillas, eran similares a la brea; negro como si no lograra limpiar el hollín con el que su perfecta máscara se ensució. Ciel probablemente fue el único que pensó que esa vista era hermosa. La humanidad en lo inhumano; por muy bestial que se viera, Ciel sintió lo que Sebastian sentía. No sabía qué. No podía ponerlo en palabras. Cualquiera podía denominar una emoción con escuchar un sollozo o una risa. Eso era mentira. No podían saber qué sentía el otro. Ser "uno solo", juramento entre los dos, no era ponerse en sus zapatos. Sebastian no podía mentirle, pero tampoco podía ser genuino. Ese momento de autenticidad revolvió sus entrañas por la simple mirada carmín prendiendo fuego en su interior.
Los humanos impedían que se acercaran más a ambos. Ciel distinguió a los sirvientes y al hombre chino rodeándolos. No tenían miedo de a lo que se enfrentaban. Una mujer de la misma ascendencia tomó el brazo del joven con ceño compungido.
—Entiendo, oficial parca — dijo él con una sonrisa, a pesar de toda la situación. Incluso el uniformado se hallaba confundido —. Soy Lau, un viejo amigo del conde. Lo conozco mucho a él y a su mayordomo. Ellos dos son muy cercanos. Aquí en la Tierra, nos acostumbramos a pasar por un duelo y el señor demonio lo está haciendo. Si tiene que declarar algo, podemos hacerlo por usted.
—Los humanos están cada siglo más locos — murmuró la parca, haciendo una seña a sus compañeros para que dejaran al demonio en paz.
Una voz ajena al recuerdo irrumpió.
—¿Y qué fue lo que no vimos? — interrogaron los jueces.
La memoria cambió a una menos desastrosa. Ciel reconoció su habitación, y su gran cama donde él reposaba.
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𝕷𝖆 𝕿𝖗𝖎𝖘𝖙𝖊𝖟𝖆 𝖉𝖊𝖑 𝕯𝖎𝖆𝖇𝖑𝖔
Humor⚠️NO ES SEBACIEL⚠️ Luego de dos siglos, la reencarnación ha sido exitosa y Sebastian Michaelis se reencuentra con su amo, quien goza de una vida normal y saludable. Ahora que el demonio se ha dado cuenta de la importancia del niño, su único objetivo...