1

2.7K 30 2
                                        

Una brisa fría me recibió al salir de mi departamento. Era una tarde tranquila, algo gris, de esas que parecen invitar al silencio. Bajaba las escaleras cuando vi a una chica frente al edificio, cargando una caja con esfuerzo evidente. Me detuve un momento. No era mi asunto, pensé. No soy exactamente alguien a quien le guste llamar la atención.

Sin embargo, cuando levantó la mirada, me atrapó con una sonrisa sincera y brillante. Su rostro parecía cálido, amable. Dudé, pero antes de poder evitarlo, ya se acercaba.

—Hola... disculpa —dijo, un poco agitada—. ¿Te molestaría ayudarme? Acabo de mudarme aquí, y… bueno, es más complicado de lo que imaginé.

—Ah… s-sí. Claro. ¿Qué necesitas?

—Intento subir un sofá al décimo piso, pero no entra en el elevador. Estoy sola y… esto es demasiado para mí.

—Entiendo. Vamos a intentarlo.

No supe por qué accedí tan rápido. Tal vez por su tono, por lo honesto de su mirada. Tal vez porque estaba demasiado cansado de ignorar el mundo.

Media hora más tarde, después de sortear escalón tras escalón con un sofá ridículamente pesado, llegamos finalmente al último piso. Ella soltó una risa leve y se apoyó contra la pared, jadeando.

—Te debo una enorme —dijo con gratitud—. No tengo mucho dinero, la mudanza me salió carísima. Pero… ¿aceptarías cenar en mi casa como agradecimiento?

La propuesta me tomó por sorpresa. Dudé. Me miré a mí mismo, sudado, despeinado, mi camiseta marcando una barriga que últimamente crecía más de lo que quería admitir. Pero no quise parecer grosero.

—Está bien… gracias.

Regresé a mi departamento. Me duché y me cambié de ropa. Mientras abotonaba la camisa, mi estómago sobresalía, redondo, como un recordatorio constante de cómo me había descuidado. La ansiedad de los últimos meses, sumada a ciertos problemas familiares, había hecho estragos. Respiré hondo y salí.

Toqué la puerta con cierta esperanza de que hubiera cambiado de opinión. Pero cuando abrió, me recibió con una sonrisa igual de cálida que esa tarde.

—Pasa. La lasaña está en el horno —dijo, quitándose un mechón de cabello del rostro.

La cena fue silenciosa al principio. Yo apenas la conocía, y la mesa estaba perfectamente ordenada, con copas, servilletas dobladas y un aroma delicioso flotando en el aire. Ella comía tranquila, pero cada tanto, sentía su mirada en mí. En mi barriga, más específicamente. Intentaba ignorarlo, pero mis nervios no ayudaban.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó, suavizando la tensión.

—Dos años. Vine después de… algunas cosas familiares.

—Entiendo. ¿Vives solo?

—Sí. Supongo que me acostumbré.

—¿Y te gusta la soledad?

—A veces. Aunque… no es lo que uno espera para siempre.

Ella asintió, jugueteando con su tenedor.

—Yo también estoy sola, por ahora. Me gusta tener mi espacio, pero… supongo que tener a alguien con quien hablar así de vez en cuando no está mal.

—Sí. Es agradable —respondí, sintiéndome un poco más cómodo.

Hubo una pequeña pausa. Ella me miró, con esa mezcla de curiosidad y cercanía que solo se da cuando dos personas no se conocen, pero se reconocen.

—Perdona… ni siquiera sé tu nombre.

—Bjorn. ¿Y tú?

—Melissa. Encantada, vecino.

Intercambiamos una leve sonrisa. La lasaña estaba deliciosa, y por un momento, olvidé que me sentía inseguro.

---

A la mañana siguiente, el clima había cambiado. Una bruma cubría las calles, y hacía un frío que se colaba por cada rendija. Me dirigí al supermercado a comprar chocolate y bombones. Era un capricho que me permitía en días como ese.

Justo cuando tomaba los malvaviscos del estante, una voz familiar me sorprendió.

—¡Hola, Bjorn! Qué coincidencia.

Era Melissa, abrigada y sonriente, con una canasta en la mano.

—Ah… buenos días. Dormí bien, gracias.

—¿Eso es chocolate caliente con malvaviscos? Buena elección. Oye, si no tienes prisa, ¿quieres venir a desayunar a casa? Estaba por preparar hotcakes.

Titubeé, pero sus ojos brillaban con una mezcla de alegría y amabilidad difícil de rechazar.

—Claro… me encantaría.

Minutos después, en su cocina, el vapor del chocolate llenaba el aire, y los hotcakes chisporroteaban en la sartén. El ambiente era cálido. Melissa cocinaba con naturalidad, tarareando una canción baja. Nos sentamos y comimos tranquilos. Repetí. Dos veces.

—Puedes repetir las veces que quieras, ¿sabes? —dijo ella, sonriendo con ternura.

Me reí, un poco nervioso.

—No digas eso muy seguido… podrías alimentar a un oso sin darte cuenta.

—¿Y qué tendría de malo? —respondió con un guiño—. A veces, cuidar de alguien también es una forma de encontrar compañía.

Sus palabras se quedaron dando vueltas en mi cabeza. Después del desayuno, regresé a mi departamento para prepararme para el trabajo. Era abogado en una firma, y aunque no amaba mi rutina, era lo que me daba estabilidad. Aun así, durante el día, pensé más de una vez en Melissa. En su forma de mirar, en su risa breve, en cómo había logrado colarse en una vida que, hasta entonces, era puro silencio.

Y cuando volví a casa al final de la jornada, con los pies adoloridos y la mente saturada, noté algo inesperado en la puerta de mi departamento: una nota pegada con cinta.

> Gracias por venir esta mañana. Me hiciste sentir menos sola. —Melissa.

Debajo, una carita sonriente dibujada a mano.

Y no pude evitar sonreír también.

Una Promesa [feederism]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora