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Bjorn había decidido tomar distancia.

No lo dijo en voz alta. No hubo una conversación oficial. Simplemente comenzó a evitar las cenas, a inventar excusas con tono amable pero evasivo: que estaba ocupado, que se le había hecho tarde, que tenía que madrugar al día siguiente. Melissa no insistió. Solo lo miraba con esos ojos tristes que no supo interpretar del todo.

Había algo doloroso en esa distancia, pero él la creyó necesaria. Había ganado peso, mucho peso, y aunque lo había aceptado como algo tolerable al inicio, ahora era imposible no notarlo. Las camisas ya no cerraban del todo, su corbata favorita estaba archivada desde hacía semanas, y el saco azul marino había sido reemplazado por una chaqueta abierta que le diera algo de respiro. Cada mañana era una lucha contra el espejo, y cada noche, una batalla de pensamientos.

Pero pronto descubrió algo: no era solo Melissa.

Era él.

Sin ella, sin esa cena brillante frente a su puerta, sin su risa dulce y la forma en que le servía como si lo cuidara… sin todo eso, los antojos no desaparecieron. Cambiaron de forma.

Una noche, después de regresar del trabajo más agotado de lo normal, se sentó frente al televisor en el departamento silencioso. Quiso cenar ligero, pero el silencio fue abrumador. Prendió la aplicación de entregas sin pensarlo demasiado. Pasó el dedo por las opciones, con desgano primero, y luego con una ansiedad creciente que ya no disimulaba.

Casi sin darse cuenta, ordenó dos pizzas familiares. No medianas. No individuales. Familiares.

—La extra grande es una locura… —murmuró para sí mismo, como si con eso justificara el tamaño que sí había elegido.

Cuando llegaron, calientes y rebosantes de queso, sintió un escalofrío en la espalda. Tal vez era el hambre. Tal vez era la vergüenza.

Se sentó frente a la mesa sin poner platos. Solo él, las cajas abiertas, y un par de servilletas que se llenaron rápido de grasa. El primer bocado fue rápido. El segundo, más ansioso. Y cuando se dio cuenta, ya iba en su tercera rebanada… cuarta… quinta…

No estaba satisfecho. No podía parar.

Las palabras de su jefe, Mr. Tusk, se asomaban en su cabeza: “Mientras no te esté pasando algo serio…”

¿Y si sí lo era? pensó. ¿Y si estoy comiendo porque estoy triste? Porque no sé estar solo. Porque no sé cómo decirle que la extraño, pero tampoco sé cómo lidiar con lo que me hace sentir cuando me mira así…

Cuando bajó la tapa de la segunda caja, su estómago dolía. Había comido más de lo que debía, más de lo que cualquier persona razonable comería sola.

Pero también se sentía calmado.

Ansioso… pero en paz. Al menos por un momento.

—Uno podría comerse dos cajas de pizza si se lo propone —se dijo en voz baja, con una sonrisa triste mientras se pasaba una mano por el vientre pesado, que ahora empujaba con fuerza contra la camisa.

Pero no se sentía orgulloso. No realmente.

La soledad se disfrazaba de apetito. Lo había entendido esa noche. El problema no eran solo las comidas de Melissa. El problema era que ella, al menos, llenaba algo más que su estómago. Llenaba el espacio.

Sin ella, el vacío se tragaba todo lo demás.

La mañana siguiente fue un desastre.

Bjorn despertó con el cuerpo entumecido, la boca seca y un peso incómodo en el estómago. No era solo la sensación de estar lleno. Era como si su cuerpo hubiera colapsado por dentro, como si todo lo que había comido la noche anterior hubiera decidido vengarse de él. Apenas logró sentarse en la cama, sintió una punzada aguda en el abdomen. Gemía entre dientes mientras se sujetaba los costados, sudando aunque la habitación estaba fresca.

Quiso ignorarlo. Quiso ponerse de pie, prepararse para el trabajo como siempre… pero no pudo. Cayó nuevamente en la cama, exhausto por un simple intento.

Justo en ese momento, llamaron a la puerta.

—¿Bjorn...? ¿Estás ahí? —La voz de Melissa atravesó suavemente la madera.

Él quiso ignorarla al principio, no por falta de ganas, sino por vergüenza. Pero el segundo toque fue más insistente.

—Voy... —logró decir, aunque apenas se escuchó.

Melissa terminó entrando por sí sola, preocupada. Llevaba una pequeña charola con desayuno, pero apenas lo vio, dejó todo a un lado y corrió a él.

—¡Dios mío! ¿Estás bien? ¿Qué pasó?

Bjorn cerró los ojos con frustración, dándose cuenta de lo patético que debía parecer: desaliñado, pálido y con una evidente mueca de dolor. Pero ella no se alejó. Al contrario, se sentó junto a él y lo ayudó a recostarse mejor.

—Me… comí dos cajas de pizza anoche —confesó, sin poder mirarla a los ojos.

Hubo un segundo de silencio. Uno muy pesado.

—¿Qué? —dijo ella, entre sorprendida e indignada— ¿Dos cajas familiares? ¿Tú solo?

Él asintió con un leve gesto.

Melissa se llevó una mano a la frente, negando lentamente.

—¿Estás loco? ¿Sabes cuántas calorías tiene eso? ¡Por eso estás así! —le regañó, y aunque su tono era fuerte, había más preocupación que enojo en su voz.

—Lo sé. Fui un estúpido. Solo… no podía dejar de comer. No sé qué me pasa, Mel.

Ella lo miró en silencio. Y entonces suspiró.

—No, no lo sabes. Pero yo sí veo lo que te pasa. Te estás castigando —dijo suavemente—. Y no lo mereces.

Se levantó con decisión, apagó su teléfono y tomó el suyo.

—Voy a llamar a tu jefe. Le diré que estás enfermo. Pero no voy a decirle que fue por glotonería, no te preocupes.

—Melissa…

—Shhh. Descansa. Me quedo aquí.

Y lo hizo.

Durante el día, no se separó de su lado. Le preparó una bebida tibia para el estómago, le colocó compresas húmedas, le ayudó a quitarse la ropa ajustada que le apretaba el abdomen y lo arropó con cuidado. Lo regañó un par de veces más, pero también le acarició el cabello, le habló con dulzura, y le recordó que no tenía que pasar por esas cosas solo.

—A veces pienso que no sabes cuánto vales —le dijo, mientras le acomodaba la almohada—. Ni todo lo que me importas.

Bjorn no supo qué responder. Solo cerró los ojos y se dejó cuidar, sintiendo cómo el calor de ella y su voz lo envolvían mejor que cualquier manta.

Afuera, el mundo seguía girando. Pero por unas horas, en ese pequeño departamento cálido, solo existían ellos dos: un hombre arrepentido y adolorido, y una chica que, sin atreverse aún a decirlo, se estaba enamorando profundamente del vecino que no podía dejar de alimentar.

Una Promesa [feederism]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora