4. Lacónico

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El sentimiento de impotencia abrasó su pecho, obstruyendo cualquier capacidad de si quiera pensar en algo razonable, o tan solo algo.

Necesitaba hablar, necesitaba expresarle cuanto le estaba afectando ese dolor en su corazón que ni siquiera sabía de dónde provenía.

No tenía idea de lo que estaba pasando entre ellos personalmente. Cada vez que se veían, se evitaban como imanes en fuerza negativa, sus ánimos bajaban hasta el infierno y se volvían a elevar formando una curva intensa de movimientos caóticos, causando estragos en su corazón.

Lo vió otra vez en la reunión internacional. Esta vez, estaba sonriendo. Se veía feliz, mucho más feliz que cuando se reunió con él en Washigton DC. Mucho más alegre y positivo. Contemplaba sus rasgos felices: la radiante sonrisa iluminó su rostro y sus ojos entrecerrados y divertidos miraron hacia otro lado.

Siempre fue así; veía a alguno de sus amigos, conversaban y reían. Lo observó desde lejos, con la espalda más relajada y sus expresiones más tranquilas; dejaron la incómoda tensión que acompañaba a sus músculos cada vez que estaba con él. Se preguntó si América, en algún momento de su tensa historia, lo vería de la misma forma en la que veía a sus aliados; aunque eso fue inverósimil. La nación occidental jamás volvería a confiar en su persona ni gobierno, jamás lo haría. Y eso tal vez destruyó su palpitante corazón que se ilusionaba de pensamientos surrealistas.

Siempre miró y amó esa sonrisa alegre que desbordaba positividad, y a pesar de que nunca estuvo destinada a él, se alimentó de ella: tal y como un buitre, tomando los vestigios de una deliciosa cena abandonada. Él siguió a la figura que caminaba por los asientos de sus compañeros mientras esquivaba a las demás naciones. El pensamiento de encontrarlo así en un extenso campo endulzó la imagen y se quedó allí, tratando de modificar el ambiente a su gusto.

Si, definitivamente sería un lugar mucho más cómodo que el estresante salón de conferencias. Tal vez si llegaba a acercarse lo suficiente a él, acortando un poco la distancia que tenía con el norteamericano, podría pedirle que lo acompañara a un campo de trigo y que extasiara su vista con su forma completa y hermosa. Sonaba como un buen pensamiento.

Con las mejillas enrojecidas, volvió a mirar a la nación que estaba mirando en su dirección con una mueca indiferente. No sabía el porqué el estadounidense miraba hacia su lugar, pero lo puso nervioso, demasiado nervioso y ansioso. Quiso dejar de mirarlo, pero después de rogar al menos un poco de atención, no pudo negarle tal favor a su emocionado corazón. Lo miró de vuelta y trató de no parpadear demasiado, no queriendo perderse de ningún movimiento del mayor.

Sus miradas se conectaron de un momento a otro, y por fin pudo contemplar los brillantes ojos azules, tan profundos y hermosos que poseía. Por fin dejó de apartar la mirada y no hubo un gris amargo, sólo blanco, y eso le asustó.

No parpadeó, sólo lo miró, como si al momento de cerrar y abrir los ojos, la imagen del eslavo habría desaparecido. Y aunque sonaba algo surrealista, creyó ver que el estadounidense lo miraba con amor. Tantas emociones dentro de su rostro que transformaba su expresión a una de pesar.

No entendió.

Sus compañeros al lado no parecían entenderlo tampoco, tan sólo miraron en su dirección, buscando respuestas en el ruso que era examinado cuidadosamente. Sin embargo, tampoco hallaron explicación alguna. No, el ruso siguió mirando el rostro del estadounidense que torcía los labios con malestar y entrecerraba sus ojos, suplicando algo con los ojos. Algo que el ruso no entendió y le desesperó por no saber qué diablos estaba pasando. Estaba más allá de su razonamiento la mirada que le daba el estadounidense. No fue este tipo de atención que quería. Él deseaba que sus rasgos se iluminaran al mirarlo, o al menos estén tranquilos, no que lo mirara con desolación y vacío.

𝙏𝙚 𝙘𝙤𝙣𝙤𝙘í, 𝙏𝙚 𝙘𝙤𝙣𝙤𝙯𝙘𝙤 | RusAmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora