Capítulo 3: El viaje más difícil.

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Llevabamos horas caminando, me dolían los pies pero no debía quejarme, cuanto más camináramos, menos tendríamos que hacerlo al día siguiente. Monsieur Lefèvre había dicho que desde Neufchâtel podríamos llegar a Le Havre en dos o tres días si caminábamos a buen paso.

Habíamos tenido mala suerte. Aquel día, sería seguramente, el día más caluroso de todo el verano y el sol de mediodía incidía directamente sobre nosotros, haciéndonos sentirnos sedientos y todavía más cansados.

Miré a mi alrededor, hasta entonces, me había limitado a mirar hacia adelante, pensando que en algún momento encontraríamos nuestro destino, pero ya me había aburrido y tenía que entreternerme de alguna manera. A mi lado, un adorable niño rubio se quejaba a su madre de que le dolía mucho la cabeza.

Maldije en silencio a los alemanes, deseando que el pequeño no se hubiera insolado, pues todo aquello estaba sucediendo por su culpa. Si no tuvieran esos aires de grandeza y no hubieran decido que, como eran mejores que nosotros tenían derecho a invadirnos y a destrozar nuestras vidas, tranquilas y felices hasta entonces, no estaríamos en un camino remoto de la Francia más profunda abrasándonos al sol en busca de una vida mejor porque nos habían arrebatado la que ya teníamos.

Miré hacia el otro lado. El camión del lechero transportaba en su remolque a gran parte de los niños de la escuela, que cantaban felices, ajenos a lo que sucedía. Para ellos, nos íbamos de excursión. Me alegré por ellos, al menos estaban bien. Me adelanté en busca de Paul y lo encontré al principio de la caravana. No le había visto desde que habíamos salido y me apetecía hablar con él.

-¡Hola pétite! -exclamó al verme. El cansancio y el calor no parecían estar afectándole como a mí.

-Hola Paul... -murmuré a desgana. Pronto tendría que sentarme en el auto para descansar.

El notó mi malestar y me tendió una cantimplora. La acepté titubeante. Caminábamos durante horas y con la sequía no sería fácil encontrar agua, por lo que habíamos tenido que racionar la poca que podíamos transportar desde Neufchâtel.

-Bebe -insistió al notar mi reticencia-. Tenemos un buen depósito -señaló un gran bidón en el remolque de carga de su familia- ya hemos compartido con más gente.

Me llené la boca del agua fresca y la mantuve unos segundos antes de tragarla, la boca se me había quedado completamente seca. El trago no me hizo reponerme milagrosamente, pero sí sentirme mejor. Al menos, ya no estaba mareada por la sed.

-Célestine -Paul me miraba serio -debes ir a tu automóvil a descansar, dirás que no pero lo necesitas.

Tenía razón. El sabía cuidar de mí mejor que yo misma. Asentí y me despedí de él con un gesto de mano.

Desperté horas despues, al sonido de gritos de horror. Me asomé a la ventanilla y vi que los adultos se encargaban de entretener a los mas pequeños, haciéndoles centrarse en algo ajeno a la carretera. No comprendí por qué hasta que mi madre sollozó.

-Los alemanes... no son humanos -miraba por la ventanilla. Miré en la misma dirección para hallar ante mis ojos el más grotesco paisaje que había visto jamás.

A nuestra derecha, en una carretera paralela, vislumbrable a través de la maleza, se extendía una fila entera como la nuestra, solo que esta no avanzaba, pues todos estaban muertos, cubiertos de sangre. Yo también me eché a llorar. Nunca había presenciado algo como aquello, que era el horror absoluto. Aparté la mirada, pero ya era tarde. Me había comenzado a marear y acabé teniendo que sacar la cabeza por la ventanilla para vomitar.

-Vomitar es malo -murmuró Émile, inexpresivo-. Te hace perder líquidos -reprochó.

-¡Émile! -exclamó mamá- lo que hemos visto no tiene nombre.

-Yo en el Sarre lo veía continuamente -ambas comprendimos su mal humor.

Si yo había sufrido viendo aquello, no quería imaginar por qué habría pasado él en combate.

Nos mantuvimos en silencio. Yo no podía borrar de mi mente la grotesca imagen de esas personas. Me preguntaba constantemente qué les había tenido que ocurrir para que hubieran acabado así. No parecían muy diferentes a nosotros. Esperé no tener el mismo destino, si les había tocado a ellos, nada decía que nosotros nos libraríamos.

Salí del vehículo, lo necesitaba. Necesitaba despejarme y pensar en otra cosa, ya me estaba poniendo en lo peor y eso nunca era bueno. Miré la hora. Eran las cuatro de la tarde, llevábamos unas ocho horas de camino y al mirar a mi alrededor, lo noté en los rostros de mis vecinos.

Me iba a juntar con Paul de nuevo cuando en una bifurcación se unió a nosotros otra caravana. -¡Hola buenas tardes! -desde lo alto de un remolque, una joven rubia me sonreía simpática-. Nos dirigimos hacia Le Havre, ¿ustedes?

-¡También!

-¿Le apetece subir? Hemos hablado con Monsieur Lefèvre y continuaremos juntos el camino.

Asentí en silencio y ella me tendió la mano para que me impulsaba.

-¿Cómo se llama? -se inclinó para besar mis mejillas.

-Célestine Forestier, ¿usted?

-Marine Blond. Encantada, puede tutearme.

-¡Igualmente!

Hablé con Marine durante largo rato. Era una chica simpática, venía de un pueblo llamado Croixdalle, lo conocía de oídas, estaba varios kilómetros al norte de Neufchâtel, por lo que ya tenían que haber andado durante días.

De pronto, sentimos un estruendo seguido por una especie de vibración molesta y persistente, y, como por arte de magia, el sol desapareció, ensombreciendo los campos de nuestro alrededor. El zumbido se intensificó y pude escuchar a Émile gritar.

-¡A cubierto! ¡Son los alemanes!

1940: El viaje más difícil (segunda guerra mundial)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora