Capítulo IV

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Las guardias de Thomas en el hospital de Northumber eran tranquilas en comparación con Londres; aun cuando llegaban pacientes de otros pueblos no había punto de comparación

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Las guardias de Thomas en el hospital de Northumber eran tranquilas en comparación con Londres; aun cuando llegaban pacientes de otros pueblos no había punto de comparación. A veces echaba de menos toda esa acción, pero aquel lugar le brindaba la tranquilidad que quería para criar a su hija.

Después de sus primeras semanas de trabajo, ya se había hecho amigo de todos sus compañeros, eran agradables, aunque también un poco raros; en más de una ocasión los había pillado cuchicheando acerca de leyendas y maldiciones, incluso, Margaret le había dicho que había oído a varias personas hablar de esos temas durante sus paseos por el pueblo.

—Hoy me pasó algo curioso —dijo Margaret—. Estaba en la librería y cuando Zoe supo que soy escritora, me dijo que debía escribir acerca de la leyenda de Northumber.

—¿La leyenda de Northumber? —preguntó Thomas mientras se ponía el pijama para meterse en la cama.

—Sí, no me enteré de que iba porque Tania no dejó que me contase —respondió Margaret—. Le restó importancia diciendo que era un cuento para aterrorizar a los niños.

—Yo también he oído esos cotilleos en el hospital —reflexionó Thomas—. Creo que nos mudamos a un pueblo embrujado.

Margaret soltó una carcajada mientras Thomas cogía uno de los cobertores, se lo ponía encima fingiendo ser un fantasma y decía que era el terror de Northumber. De repente algo impactó muy fuerte contra una ventana sobresaltándolos.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Margaret.

—No lo sé —respondió él. Observó una pequeña grieta en la ventana, miró hacia afuera pero no había nadie, pensó que quizás el viento habría arrastrado una rama, pues había estado particularmente fuerte durante los últimos días. Se quedó mirando hacia el acantilado en donde estaban las ruinas de la abadía y se encontró pensando en los comentarios que Margaret y él habían oído.

—Creo que la gente del pueblo es muy supersticiosa —dijo Thomas.

—Aun así han despertado mi curiosidad. Necesito saber a qué le temen —dijo Margaret susurrando las últimas palabras mientras se quedaba dormida. Thomas le dio un beso en la frente, apagó la luz y se durmió.

Margaret estaba parada en medio de un salón de piedra, podía ver el mar a través de las ventanas arqueadas, no sabía cómo había llegado ahí, pero supuso que estaba en las ruinas de la abadía, había querido visitarlas desde la primera vez que las vio. Sentía el viento helado chocar contra su piel; oía un susurro que se volvía cada vez más claro: su nombre. De repente apareció en otra sala, esta era más pequeña y estaba en lo alto, vio como una campana blanca colgaba del techo; la voz la alentaba a tirar de la cuerda. Lo hizo y de inmediato un fuerte sonido la aturdió y despertó sobresaltada.

El sonido era real, Thomas también se despertó y encendió la lámpara de mesa. Toda la casa se estremecía, se preguntó si sería algún sistema de alarma del pueblo, cogió su móvil para verificar si había alguna alerta de emergencia, pero no había nada. El sonido cesó de repente.

—¿Qué fue eso? —preguntó Thomas.

—No lo sé. Tenía una pesadilla y eso ha terminado de darme un susto de muerte —dijo Margaret de mal humor.

Thomas se asomó por la ventana, pero no podía ver nada más allá de dos metros, todo estaba cubierto por una espesa niebla. Era extraño, nunca habían oído campanas tan cerca, pero fuera no parecía estar pasando nada, así que decidió volver a la cama e intentar dormir.

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