VIII. Incertidumbre

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–🥀–

Por la noche me levanté gracias al insomnio. Una pequeña lámpara de aceite alumbraba parte de la mesa y un ángulo del rostro de Osiel, sus delgadas trenzas caían hasta sus clavículas, dejando el resto de su cabello suelto descansar sobre sus hombros. Me senté frente a él en silencio, solo observando a su mano derecha sostener un molcajete y la otra aplastar alguna fruta blanca con fuerza hasta triturarla por completo.

Su expresión concentrada me mantuvo cautivo un buen rato, pensando en que encontrar su casa y que me haya aceptado como huésped fue una obra divina, estando con él me sentía seguro, como si Koyopa estuviera tan lejos que las cosas que pasaron ahí me fueran ajenas. No extrañaba a mi familia, en su lugar sentía un rechazo a esos recuerdos, tampoco esperaría que ellos me recordaran con afecto, probablemente también piensan que yo soy ese monstruo del que la gente habla.

Con la cabeza recargada en mi mano izquierda apenas logré ver que Osiel me acercó un pequeño recipiente.

–Es agua de lichis.– me dijo, dando un sorbo al suyo. Salí de mis confusos pensamientos, y agradeciendo, también tomé un sorbo, sin embargo, así como lo ingerí, una mueca apareció sin permiso.

–Sabe raro, es un poco salado.– me quejé, pero inmediatamente aclaré mi garganta al ver su expresión de asombro y un poco de preocupación.

–En realidad sabe muy bien, ejem.– le mentí, dando rápidos asentimientos.

–Tal vez le puse demasiados... toma, no hace falta que lo bebas si no te gusta, ha pasado mucho tiempo desde que tuve compañía, mis gustos cada vez se vuelven más de un viejo.– se rió, dándome un tazón lleno de lichis sin cáscara, sin embargo, solo tomé unos cuantos y los revolví con el agua.

–Ahora es muy dulce.– nos reímos, amenizado toda la noche con pláticas sin sentido.

Cuando el sol apenas dejaba ver unos delgados hilos de luz, le pedí a Osiel que me prestara ropa para el campo. Me sentía agradecido con él, por hospedarme y apoyarme en la pintura, si no fuera por sus constantes consejos y algunas lecciones, tal vez nunca habría podido sostener firmemente un pincel de nuevo, por lo que decidí que lo acompañaría a recoger los frutos vendía, incluso le dije que iría solo para que él descansara, sin embargo, aún cuando no durmió nada por mi culpa, no me lo permitió. Con dos cestas cada uno, salimos de la casa, caminamos al menos un cuarto de hora, el sol lucía brillante entre los gigantes árboles que bailaban al ritmo del viento y las aves cantando.

El camino ya estaba hecho, no había animales salvajes ni peligrosos cerca, solo logré divisar conejos jugando a lo lejos. El pasto no parecía muy cuidado, pero tampoco era tan largo como para enredarse entre mis pasos, incluso había catarinas y mariposas de diferentes colores, aterrizando en mi cabeza.

–Cuidado porque también hay mosquitos, no quiero que mueras el primer día que sales, ven.– me gritó Osiel alegremente, con sus manos formando un círculo sobre su boca.

Con grandes zancadas, rápidamente corrí hasta llegar a él, que miraba con orgullo su siembra de fresas ya crecidas, ¡incluso las cuatro cestas no serían suficientes para llevarlas!, unos cuantos árboles de lichis también tenían fruto abundante.

–No todas son fresas, allá hay frambuesas y allá arándanos.– me explicó, y me sentí tonto, porque al ver todo de color rojo asumí que sólo había fresas.

Entre los dos recolectamos todos los frutos que cupieron en las cestas, yo seguía metiendo unos cuantos aunque sabía que caerían, porque él claramente me dijo antes "Si ya los has cortado pero ya no hay espacio, puedes comerlos", y yo soy un adolescente muy obediente.

GehennaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora