IX. Negación

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–🥀–

Las punzadas y espasmos en la espalda me dejaban una sensación de estar recostado sobre piedras aleatorias, intenté levantarme pero otro piquete de dolor en el abdomen me hizo abandonar la idea. Entre quejidos, abrí los ojos lentamente, llevando casi de inmediato mis manos sobre mi cabeza adolorida, me tallé los ojos repetidas veces antes de darme cuenta que el lugar en donde me encontraba acostado era la habitación de Osiel, quien de hecho, no estaba ahí.

Antes estuve dentro de esa habitación, pero no por mucho tiempo, no para poder ver lo que contenía. Al igual que la casa, estaba hecha de madera, pero con tintes azules, rojos y verdes, una combinación que me resultaba un poco atrevida, pero agradable. Las decoraciones eran pocas, pero suficientes, se trataba de pinturas sin firma, todas de diferentes paisajes, demasiado detalladas como para no pensar que era un pequeño ecosistema dentro de una pecera rectangular. A un lado de la cama yacía un pequeño mueble, y sobre él algunos cúmulos de hojas bien apiladas que traté de alcanzar pero en el intento terminé por tirarlas.

Con mucho esfuerzo, sosteniendo mi abdomen con una mano y con la otra apoyándome en la pared, logré sentarme, y en un suspiro más me levanté, sintiendo mi cuerpo sumamente pesado. Mi respiración agitada apenas me permitió agacharme para poder recoger los papeles, por lo que me senté en forma de loto en el piso. Comencé a apilar las hojas conforme las levantaba, esperando que no tuvieran un orden en específico, cuando involuntariamente, giré un poco la cabeza, topándome con una hoja bajo la cama, de inmediato la coloqué sobre las demás, era la última.

Me levanté ya menos adolorido, acomodando la pila sobre el mueble, cuando mis ojos se posaron sobre aquella única hoja visible, era un dibujo, o mejor descrito, un boceto. Entre los trazos libres e inexactos, se hacía notar la figura de una mujer hincada, con la cabeza gacha y un brazo faltante que estaba dibujado más abajo, colgando de un hilo que iba desde el hombro.

Pasé a la siguiente hoja, para darme cuenta que todas o al menos la mayoría eran dibujos, en unos era un hombre amarrado a un árbol, con muchos cortes sangrantes en el pecho y abdomen, en otros había varias personas en un espacio reducido, no podía descifrar si eran hombres o mujeres, pero estaban sentados, otros parados, todos comiendo algo que sostenían con ambas manos y algunos más estaban tirados en el suelo, con aberturas en el cuerpo, en donde otras figuras introducían sus manos.

Todos los dibujos me parecían impactantes, pero uno en especial llamó mi atención, parecía estar un poco maltratado, como si fuera parte de un libro que se hojea constantemente y sin pudor. Los trazos indicaban a un hombre, aunque también parecía un perro sin cola, estaba boca abajo, con los brazos amarrados a los hombros, parecía que intentaba avanzar arrastrándose y con el soporte de sus codos en el piso, no tenía piernas y su cara sangraba.

–¿Qué haces?– una voz conocida sonó detrás de mí e inmediatamente solté la hoja,

–No sabía que te gustaba dibujar.– le dije con la mirada en sus pies. Osiel se rió tan amigable como siempre y se acercó.

–Qué bueno que despertaste, pero no deberías levantarte aún.– me sugirió, tomándome de los hombros para sentarme en la cama, yo expliqué que me dolía la espalda, pero su respuesta me dejó asombrado:

–Debe ser normal, dormiste por tres días, ¿Cómo es que terminaste incendiando ese agujero? tienes quemaduras por todos lados.– casi lo había olvidado, así que mi rescatista fue Osiel, una vez más.

Mis heridas fueron cubiertas con plantas medicinales y telas, incluso Osiel preparó para mí sopa de verduras. Estaba agradecido, sin embargo, había algo que me dejaba dudas, me parecía muy extraño que él tuviera esos bocetos, y aún más extraño que los hiciera. Cuando salió a alimentar al conejo traicionero que, por cierto, fue quien le avisó que yo estaba atrapado en el hoyo, me dispuse a investigar un poco. Había una habitación a la que nunca entré, y tampoco vi que él lo hiciera desde que llegué a hospedarme, tal vez, si había algo raro, ahí debía estar.

Para mi sorpresa, la puerta no estaba trabada, se abrió con facilidad, dejándome ver que mis suposiciones por supuesto eran igual de tontas que yo. En la habitación no había nada más que lienzos, pinceles y pintura, solté un suspiro, aliviado. Entré completamente, paseando por todos lados, hasta que, en un rincón, un lienzo llamó mi atención; no estaba en blanco como todos los demás, tenía trazos rojos un poco opacos y gruesos que indicaban el rostro de un hombre que lloraba, con las cejas cruzadas y la boca abierta, estaba tan bien lograda la expresión que casi pude escuchar gritos desgarradores provenientes del lienzo.

Di un paso para atrás, un poco asustado, con la mandíbula apretada y las palmas de las manos sudando. Intentando despejarme, cerré fuertemente los ojos y sacudí la cabeza, pero no fue de ayuda en absoluto. De nuevo, las imágenes sangrientas invadieron mi mente, pero esta vez eran más claras; una habitación cerrada, una mujer desnuda desangrándose por el cuello, un niño amarrado gritando, una mano sosteniendo un cuchillo y apuñalando ferozmente, partes de vísceras salpicando por todos lados, un balde con un pedazo de carne y sangre, una mano con un pincel usando como pintura lo contenido en el balde.

–¡Ah!, ya lo encontraste.– abrí los ojos bruscamente al escuchar una voz provenir desde la puerta. –Te quedaste sin pintura y por eso usaste la sangre de ese feto?– se rió.

Apenas pude entender lo que decía, mi mente no dejaba de repetir imágenes sangrientas que me causaban angustia.

–Hiciste un maravilloso espectáculo esa noche.– volvió a hablar con más énfasis en su sarcasmo. De pronto, sentí una lenta y larga respiración en mi nuca. –Tienes agallas.– susurró de tal manera que casi pude imaginar una sonrisa burlona. Cerré los ojos intentando evadir las imágenes y a la persona detrás de mí, sin embargo, al hacerlo me sentía aún peor, como si cientos de miradas me observaran, atentos a cada movimiento.

–No fui yo.– dije en un tono apenas audible, pero lo suficiente para que, tan pronto como me escuchó, la persona me empujara, aprisionándome contra la pared en un movimiento brusco.

Sentí sangre correr por mis fosas nasales debido del golpe, quedando atado de las manos por mi intento fallido de sobarme. Con la gran fuerza de una mano extraña estaba siendo apretujado aún más contra la sólida y dura pared, que rápidamente actuó como verdugo en mi piel.

–¡No fui yo!– repetí con dolor, pero al extraño poco le importó.

–¿Ah no? ¡¿Entonces ese también fui yo?!– gruñó cerca de mi oído derecho. –¿También lo has olvidado? ¿No fuiste tú quien me acusó de ser el asesino de esa mujer? ¿Quién fue el que dejó una firma en medio de todo ese charco de sangre con mi nombre?– cada que hacía una pregunta me apretaba más contra la pared.

–¡No sé! ¡No fui yo!– grité moviéndome bruscamente para liberarme de su agarre, fallando con cada vez.

Con una de sus manos me tomó por el cuello de la playera y me arrastró por la habitación hasta aventarme bruscamente contra un estante de madera gris que se abrió con el golpe, dejando caer recipientes de pintura sellados, y, por primera vez desde que llegó, alcé la mirada para poder verlo, sus cejas estaban entrelazadas de manera que no pude descifrar si estaba enojado o asqueado, cerró los ojos por unos segundos hasta que se volteó, dándome la espalda, dejándome ver su largo y suelto cabello pegado a su cuello hasta aterrizar en sus clavículas, adornado únicamente con dos pequeñas trenzas tejidas sin separarse de su cabellera café a cada lado. Era él. 

GehennaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora