Capítulo VII - Una realidad dolorosa

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Los días en el hospital habrían de pasar rápido. Al no sufrir daños permanentes, Volkov fue dado de alta después de un tiempo insignificante. Además, lo quisiera o no, debía reposar en su casa –sin trabajar– mientras, convaleciente, se recuperaba con prosperidad. El médico le recomendó escapadas con allegados para desestresarse y, en general, cualquier cosa que tuviese poco o nada que ver con su profesión. Para Volkov, difícil, porque trabajar es su única fuga de la voracidad de sus pensamientos.

Pensamientos que le siguen rumiando en un lateral de su cabeza, insistentes. Es un suplicio, porque no hay forma de paliarlos y Volkov necesita que haya forma.

La esclavitud mental ha sido parte de la vida de Volkov desde niño. Su padre, el asunto de la discordia, no fue buena persona y, mucho menos, buen marido o modélica figura a la que aspirar. Volkov intentó entrar en términos con las memorias de ese hombre que era poco más que un extraño de mismo apellido, mintiéndose con un "era un borracho que no supo valorar lo que tuvo", pero ni sobrio pudo excusarlo. Trató pésimo a su madre, a la cual no consideraba ni persona, y, si fue así con la que entonces era su mujer, con sus hijos la historia no sería diferente. Fue peor, incluso.

Aleksandra, Aleksander y él eran como un legado, nada más. Escisiones de su sangre hechas persona, que, como tal, sólo servían para explotarlos con "fundamento" y "justificación". Volkov no conoció otro mundo que no fuese una esclavitud constante a la persona de su padre y el trabajo. Cuando llegó a Los Santos, sin rumbo, Conway suplió a su padre y Volkov se supeditó a él. Donde Conway estuviese, allí iría, porque eran rescoldos de la única familia que Volkov creyó tener al alcance luego de perder a la suya de sangre. Años después, desapareció él también y sólo le quedó regresar con Horacio por una doble función: dejarse llevar por sus sentimientos y no embargarse en una soledad y tiempo libre que le suscitaban pavor, porque le hacían pensar y, sobre todo, sentir en exceso. Templar y amansar las emociones es más difícil sin distracción alguna.

Llegó un punto, después de años de auto-represión y actitud trabajólica, donde rozó la libertad: junto a Horacio. Desarmarse en sus manos, mostrarse vulnerable, era más fácil, más orgánico, pero su ida le dejó un vacío insanable en su corazón, tan oscuro como su vida sin él. Pronto entendió que esa ausencia, ese malestar, era una ruptura de corazón. El primero de su existencia con connotaciones amorosas. Lo sabía, porque no se parecía a ningún dolor que hubiese experimentado antes.

Ese dolor lo cerró. De nuevo, dio marcha atrás en su progreso y se acorazó. Otra vez. Otra nueva vez. Y aunque sería tontería negar que está enamorado de Horacio, porque lo está, Volkov es de esas personas que eligen consumirse a sí mismo antes que volver a sufrir por variables externas. Un trauma personificado.

En resumen: quiere trabajar, como siempre. Y, como no puede, se muere del asco en su casa.

Ahora mismo, Volkov está en el sofá, mirando la televisión. Tiene las manos entrelazadas sobre su regazo y no está prestando atención, porque no quiere y no puede. Lleva así, en un cálculo rápido, unos veinte minutos.

Como ya se encuentra mejor y no toma medicamentos, Horacio le aconsejó salir por ahí con Lidia, sus amigos y él. Era la quedada que tenían pendiente antes del incidente con el edificio en llamas, la cual, lógicamente, se postergó. De igual manera, tampoco pensaban hacer nada increíble. Una quedada de amigos en la casa de Francisco, uno de ellos. Compañero de profesión de Lidia y el que auxilió a Volkov junto a Samantha y ella.

La quedada será a las diez de la noche, pero Volkov no sabe qué hacer hasta entonces. Son las cinco de la tarde y ya se ha duchado, cocinado la cena de esta noche y limpiado toda la casa. Toda menos una habitación, la cual se le sigue atragantando tanto como el primer día.

Somebody Else - [Volkacio]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora