Le sudaban partes del cuerpo que no sabía podían sudar. Su humor empeoraba a medida que avanzaba por las calles de la ciudad. El bullicio no llegaba a ensordecerla, pero de alguna manera le molestaba. Las olas del mar se batían contra la costa provocando que el aroma salino le llenase los pulmones, detestaba la playa, la manera en que la arena se le metía por los rincones más escondidos del cuerpo, el sudor pegajoso que hacía que todo se le pegara a la piel y el sol. ¡Odiaba el sol! Una larga lista desagradable le cruzaba por la mente, aún con ello se tomó el tiempo necesario para observar con los ojos entrecerrados gracias a los fuertes rayos del sol el asfalto de las calles y los edificios de hormigón, la manera en que los rayos solares reflejaban en sus estructuras y los hacían ver más altos de lo que eran, tan hermosos puestos allí justamente como gigantes protegiendo la ciudad de un monstruo marino, no le fue difícil imaginarlo, como sacarlo todo de una de esas películas de fantasía de Guillermo del Toro que tanto le gustaba ver, los gigantes peleando contra algún kraken que aterroriza a los pescadores, a los niños, luchando y salvando la ciudad de todos sus horrores, fue entonces cuando su desagrado desapareció dejando paso a la verdadera apreciación de la arquitectura, el juego entre la naturaleza y la ciudad era hermoso, colorido y agradable y así, incluso con el calor húmedo e insoportable, Regina supo que quizás no odiaba la playa del todo, sabía apreciar su belleza y reconocía que quizás tal cosa no era para ella.
Buscó la sombra a toda costa, enfilando por el boulevard Ávila Camacho, una cuadra más antes de cruzar de acera, escuchó el sonido de un claxon culpándola por hacerle frenar de golpe, poniendo en riesgo a todos sus pasajeros, pero más que nadie Regina sabía que llevaba la razón, aquellos camiones de pasaje se pasaban las reglas de tránsito por las narices, el sudor provocaba que una hilera de cabellos enmarañados le enmarcara el rostro. Tenía solo cincuenta pesos dentro de su lujoso bolso Chanel ya pasado de temporada; la última bolsa de marca que aún tenía en su posesión. Las ganas de llorar que le oprimían el pecho podían esperar ahí un poco más, nada pesaba más que su orgullo, no iba a resquebrajarse estaba en la ruina y lo sabía, pero ya había probado ese sabor amargo diez años atrás y está vez, al menos, estaba preparada para la batalla.
Pisó una goma de mascar que se desintegraba con el calor abrasante del suelo. Soltó un bufido en su tercer intento por deshacerse de la masa pegajosa que solo se estiraba aún más dejando pequeños hilos regados por doquier. Escuchó el incesante llamado de un vendedor invitando a los transeúntes a probar las refrescantes nieves tan famosas en aquel puerto, si no fuera porque necesitaba ese dinero Regina estaba segura de que lo hubiera gastado en un litro de nieve de limón y se hubiese hundido en la inmundicia de su propio sofá a llorar por su miseria hasta que el helado se derritiera en el bote y ella se sintiera todavía más miserable por ello.
El pecho le subió y le bajó tan deprisa que tuvo que contenerse. No iba a llorar, no delante de toda esa gente que la miraba como si hubiera salido de algún otro mundo misterioso. Podrían decir lo que quisieran de ella, pero ya no era una niña rica mimada, hacía mucho tiempo había perdido ese privilegio y no tendría una rabieta.
Se mordió el labio inferior reuniendo las fuerzas que le quedaban para adentrarse en las oficinas que alguna vez habían pertenecido a Cervantes Logística Comercial. El aire acondicionado de la recepción le golpeó el cuerpo aliviándole la piel ardiente por el sol, dejó que el frío abrazara el hilillo de sudor que resbalaba por su espalda y que la sensación vibrara en sus terminaciones nerviosas expandiéndose a cada rincón de su cuerpo poniéndole la piel de gallina y trayendo una frescura instantánea que agradeció con el alma, a pesar de la nueva sensación de frescura la estabilidad no llegó a sus nervios, el vació en el estómago empeoró y no se debía en lo absoluto a la falta de comida.
Saludó con una amable sonrisa a Cristina, la mujer morena que había sido secretaria de su padre desde que tenía memoria, pero que ahora pertenecía a alguien más y estaba a punto de retirarse. Sentía un gusto particular por ella, una mujer dulce y amable, demasiado servicial para su propio bien, con unos ojos grandes y un cuerpo menudo que iba perfecto con su edad. No reprimió el impulso de abrazarla, su aroma le recordaba buenos tiempos, aún después de tantos años seguía conservando el mismo gusto por los perfumes con olor a flores, la calidez con la que Cristina la recibía cada mañana le hacía sentir que todo iría bien ella había sido la figura materna que necesitaba y podría jurar que sin su consejo y sus actos cariñosos no habría sobrevivido con tanta dignidad todo lo que su padre le hacía vivir, justo en esos momentos cuando todo se había reducido a escombros en su vida, Regina Cervantes necesitaba más que solo abrazos de aquella dulce mujer, pero sabía que nada de lo que ocurriera en adelante dependía de Cristina, ya no era una adolescente que sufría el desprecio de su padre, era una mujer adulta que debía tomar las riendas de su vida y demostrar que era digna hija de su padre, pero con el corazón de su madre.
— Creo que tienes problemas, cariño—. La voz dulce llegó a sus oídos.
No comprendió lo que decía hasta que dio un paso más y la masa pegajosa que aún tenía en los zapatos decidió que era buen momento para adherirse en el azulejo blanco. Regina cerró los ojos, incapaz de aguantar un segundo más. Aunque no podía verlos, sentía las miradas puestas en ellas desde el primer momento que cruzó la recepción, también sabía que estaban riéndose a su costa, el recuerdo de sus propios años como pasante en aquella empresa le llegó de golpe, todos riéndose de ella, mofándose con cualquier cosa que hiciera mal.
—No se supone que deba ser de esta manera—. No veía a Cristina desde el funeral de su padre, seis meses atrás, pero ahí estaba con su primer encuentro después de una pérdida tan dolorosa para ambas.
—Algunas cosas nunca cambian—, Cristina le regaló una de sus sonrisas que podían hacer sentir bien a cualquiera. Regina decidió que ese sería un día largo lleno de emociones, viejos recuerdos, dolorosos recuerdos que pensó se quedarían en su mente guardados pero que ahora empujaban y luchaban por salir a la luz.
—¿Cómo va todo para ti? —El camino a los sanitarios jamás le pareció tan largo.
—Lo estoy pasando un día a la vez, como me dijiste, esto es un poco más difícil ahora que no tengo nada ni a nadie.
—¿Cuándo lo has tenido, cariño?
Cristina era la única persona que no le compadecía, que la trataba con respeto incluso delante de su padre, se había ganado su cariño tan fácilmente, admiraba su manera de aferrarse a sus ideales y lo bien que solía manejar las situaciones bajo presión, sobre todo, admiraba su fuerza para enfrentarse a Marco cuando era necesario pues nadie más le hacía frente a un hombre como él, ella, era la justa versión de una mujer fuerte sin miedo a expresarse, algo que Regina solo aspiraba a ser cuando de Marco Cervantes se trataba.
—No era el mejor padre del mundo, lo sé, pero era mi padre y le quería, su ausencia es difícil, a veces, necesitamos con quien pelear de vez en cuando.
Ambas mujeres se echaron a reír, la joven se quitó el calzado para limpiar los restos de la goma de mascar que se aferraban a la suela, la mujer a su lado le arregló el cabello como solía hacerlo cuando era solo una adolescente falta de amor. Tal vez era cierto: algunas cosas nunca cambiaban.
—No lo has llevado bien con nadie a tu alrededor, pequeña, pero es hora de demostrar que has madurado, lo has hecho y te mereces todo lo bueno de este mundo—, con aquello último ambas salieron del cuarto de baño, más relajada, más fresca.
Le picaba la piel gracias a los nervios, jamás había estado tan nerviosa en su vida, ni siquiera junto a su padre, no podía recordar una sola vez en el pasado en que hubiera sentido esa sensación en su pecho o el pozo en su estómago, no era la clase de mujer que se dejaba asustar con facilidad, tenía una gran confianza en sí misma. La tenía.
ESTÁS LEYENDO
Quiéreme, Sandunga.
RomanceExiste una serie de eventos desafortunados que no han dado tregua a sus vidas, la tragedia parece formar parte de todo lo que tocan y aunque ambos intentan nadar a tierra firme pronto se darán cuenta que ellos mismos son las olas que arrastran al ot...