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Cuando me preguntó, arrogante, cómo era posible que yo no le hubiera hecho daño, dejé que la indignación me llenara.

―¡¿Qué he de saber yo?! ―contesté con una rabia que no había antes conocido―. ¡Aparece usted en mi habitación, a saber desde dónde, y luego me pide a MÍ explicaciones! ¡¿Le parece lógico eso?!

El hombre se levantó lentamente y miró a nuestro alrededor con esos ojos que uno encuentra a veces en los niños pequeños, aquellas miradas que dicen de inmediato que llevan poco en el mundo, pues hallan sorprendente lo más mundano y brillante hasta lo más terrible. Analizarle devolvióme la calma que hube perdido. Él era y es en parte como un niño, nunca termina de aprender y torturarse con las cosas sencillas que le ofrece su desgracia.

―Me tomé cuatro ¿Me las tomé...? ―se agarró la cabeza curvándose sobre sí mismo, lágrimas en la deformación del rostro―. ¡Me las tomé, por la chucha!

Cuando me cubrió sus ojos al agachar su faz, me cubrió también la estabilidad que esperaba encontrar en su desesperación, ese pensamiento que me gritaba "Es también una persona, por eso sufre. Esto que está aquí, es de alguna forma humano".

Privado de la vista de su alma, centré mi atención en el atuendo que portaba. Nunca había observado cosa semejante, su cuerpo estaba cubierto por una especie de capucha; sus pantalones eran de un azul claro que jamás yo hubiera visto antes en una tela... Se veía tan extraño, tan especial que no podía dejar de mirarle. Del miedo pasé rápidamente a la admiración, y de la admiración a la curiosidad.

―¡Es usted un fantasma! ―concluí presurosamente.

―¡No! ¡Eso no puede ser! ―pedacitos de luz le reflejaban la piel sobre las mejillas―. Oh, Dios mío, ¡¿Estoy muerto?!

Me acerqué hacia él para, lentamente, tratar de tocarlo. No pude hacerlo y los vellos de mis brazos se erizaron.

―No sé si usted está muerto, pero definitivamente me parece un fantasma ―dije fascinado mientras él lloraba―. ¿Siempre ha estado usted en mi habitación o es esto un acontecimiento reciente?

―Ni siquiera sé quién eres... ―sollozó―. Yo no me quería matar, no era en serio... Bueno, sí quería hacerlo, pero no creí que me fuera a resultar. Pensé que iba a despertar igual al final, y que cuando lo hiciera podría sentirme decepcionado de seguir vivo, dándome cuenta de que ni siquiera morir lo puedo hacer bien, ya lo he hecho otras veces, ¿me entiendes?

―No.

―¡Dios, ¿será que estoy en el infierno!? ¡¿Existía al final?! ¡Pero si me acuerdo que hace mil años un Papa dijo que no! ―ese fue mi primer encuentro con la locura―. Puta la wea, ahora sí la cagué y con ganas...

―No considero que esto sea el infierno ―repliqué sonriendo―. Sin embargo, le aseguro que de existir uno sería muy similar, mire que este país atrasado poco permite hacer con la vida, además de convertirla en agonía.

―¿El infierno es Chile?

Era una excelente pregunta, para la cual no tenía respuesta. El muerto que se pensaba vida en mi habitación comenzaba a caerme muy bien.

―Tal vez el infierno está en todas partes ―contesté inseguro―. A lo mejor soy yo el muerto y no me he dado cuenta.

Si me levanto ahora y corro por entre esos gritos terribles, si cubro mi rostro de tierra y saboreo la sangre que me sale de las manos ¿Podré entonces volver a donde quiero estar? ¡Maldito seas Martín! Eres el único hombre que puede vivir los recuerdos como si fueran realidad... Te envidio tanto, Martín... y ni siquiera te lo puedo decir a la cara.

Mi nombre fue NicolásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora