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—¿Qué es el tiempo? —Pregunté levantando lentamente mi mano, en busca de las nubes más bajas.

Él tenía lágrimas sobre las mejillas, sin embargo, sus labios rectos y su rostro pálido parecían impasibles. Un poco de sangre le caía, tibia, desde el costado del torso quebrado.

—Es aquello que esperamos no encontrar en nuestros ojos al mirarnos al espejo.

—Pero ¿Qué hay del tiempo bueno, el que sí da gusto encontrar?

—Eso no existe. Nada es bueno ni malo en el pasado, las cosas solo son. Lo único que puede ser real es el orgullo y el arrepentimiento.

Sentí un dolor punzante en el pecho. Al palparme, descubrí en él vida helada escapándose, y aunque no dije nada, esa visión pronto comenzaría a desesperarme.

—¿Cuál de los dos sientes tú?

—Ninguno, pero te aseguro que temo.

—¿Por qué? —Ya sabía la respuesta, yo también temía.

—Porque no te volveré a ver. Voy a un lugar que no existe.

—¿Y yo me quedo?

—Ya te fuiste.

Mis manos estaban pálidas, como amarillas, mi boca seca, mi pecho helado por la tierra que le entraba. Antes de preguntar otra cosa, me concentré en las sensaciones que me abandonaban en vez de llegar; lo que iba quedando dentro de mí era un desesperante vacío que conocía sin conocer.

—¿Hablas de la muerte? —Una sola bala apareció en mi memoria.

—Hablo de la ausencia de cambio —replicó él con su usual ironía sin gracia.

—Lo inalterable.

—La nada, entonces. Ahí es donde estás.

—Allí es donde voy.

—Una sola piedra te hizo llegar.

—Un solo golpe te dejó a ti atrás.

Luego de esa última frase, el sueño se fue difuminando entre varias voces que no pude distinguir, pero que de seguro contenían palabras fuertes y el incesante tic tac de un reloj lejano. Desperté asustado, tocando mi pecho en busca de una herida que no existía todavía, sintiendo sobre mi cuerpo una ausencia indescriptible con sabor a nostalgia.

Fui a trabajar cargando el peso de esa nada, sacando las cuentas en silencio mientras cada tanto, Antonio me miraba desde el escritorio del lado creyendo que yo no veía su preocupación.

No llevábamos mucho de conocernos, pero se había convertido para mí en un gran amigo, y sospecho que él opinaba lo mismo de mí... Seguro todavía lo piensa y mientras escribo me busca en vano en donde dijimos que nos encontraríamos.

—¡Has terminado por volverte loco! —exclamó luego de escucharme hablar sobre Martín después de acabado el horario laboral—. Y yo que pensé que aún te quedarían dos o tres años de cordura...

—¡¿También supones eso?!

—¡Por supuesto! —se acercó para darme una suave y compasiva palmada en la espalda—. Sin embargo, no debes preocuparte demasiado, seguro que gracias a tu locura podrás escribir mejor.

Antonio es un hombre elegante. Me es difícil hasta hoy saber cuando dice algo en serio o cuando ha decidido embromarme, su tono de voz nunca cambia demasiado... Le quería, pero conversar con él solía parecerme un difícil juego que nunca podía del todo seguir.

—Lo que te digo es real —contesté avergonzado—. No es un invento, y ruego a Dios que no sea producto de mi imaginación.

—¿Cómo puedes probar que es real si eres el único que le ve? —en su postura encontré algo más que curiosidad.

—Si tan solo pudieras conocerle... Deberías venir en alguna ocasión.

—¿Qué pasaría si voy y tampoco le puedo ver?

—Pues entonces tendrías la prueba para proclamarme loco. Pero solo imagina poder hablar con una voz del futuro ¡No! Poder hablar con un hombre que vive la mayor de las extrañezas, sabiéndola real sin perturbarse

Mi nombre fue NicolásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora