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Ya se lo había dicho, y él ya lo había notado, pero a veces, cuando las ganancias parecen ser mayores que las pérdidas, uno elige ignorar ciertas cosas.

La repuesta ya la sabía incluso si elegía ignorar algunas conversaciones lejanas, podía ver mi piel cada día más falta de color, y la herida que no sanaba nunca en mi pecho. No estoy seguro de esto, pero podría asegurar que incluso el latir de mi corazón era cada vez más y más lento. Me estaba muriendo, pero no temía en absoluto.

No temía porque no sería un daño ni un desperdicio, porque mi madre no lo sabría, porque mi único amigo había dejado de hablarme después de salir de la media, porque mi padre era el fantasma en mi habitación, porque mis compañeros de trabajo no sabían mi nombre y los gastos comunes estaban congelados. Pero no pensaba en qué sería de Nicolás si vivía con la mente puesta en que con sus manos me estaba matando.

Quise pararme y decirle que de todas las cosas lo único que no quería era ser su amigo, que sus abrazos eran para mí el mundo entero y que nada importaba más que eso. Que era el brillo en sus ojos lo que me motivaba a sentir, y las palabras que su lápiz bordaba en el papel, la única razón para mantener cuerda mi mente. Pero en lugar de eso solo dije:

—Sí.

Y vi como lloraba en voz alta por primera vez. Sentí su mano apartar la mía, y quise que me alejara de nuevo para vivir por un segundo más el tacto de su piel.

...

Entonces estuve seguro de que le quería, y que deseaba que él lo supiera. ¡Solo Dios ha de saber qué tanto dolor se puede sentir cuando un hombre sabe lo que debe hacer, pero anhela desesperadamente otra cosa!

Tenía que abrazarlo, tenía que besarle y rogarle que se quedara hasta que la muerte me llevara a mí.

Debí suicidarme allí, frente a él.

Ojalá pudiera volver el tiempo atrás y morirme al escucharle la sangre bombeando en el pecho.

Dios, ¿por qué debo cargar esto en la espalda? Las filas ya están formadas y solo quiero llorar. Quiero verle de nuevo, pero con la polvareda no encuentro ninguna figura humana. El arma está de más. Ojalá la noche no se acabara y el amanecer no viniera cargado de lágrimas con sabor a metal.

—Martín, hay algo que debo decirle, sin embargo, temo tanto de lo que harán en usted mis palabras... —la luz de su mirar, el principio de una sonrisa— Necesito que encuentre usted la manera de no volver aquí nunca más.

Un murmullo fue llenando de a poco la habitación... Eran las voces de dos niños jugando, que luego fueron mutando de en las palabras de él y mías... en una conversación que no se daría nunca...

En sus ojos quebrados vi que entendía, pero que, por lo mismo, me odiaba.

Mi nombre fue NicolásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora