33

5 1 0
                                    

Siete treinta, oscuro afuera desde las seis. Él aún no llegaba. Faltaba yo en la cena, faltaba yo en el trabajo, faltaba yo en casa de Antonio, faltaba yo de todos lados, menos del suyo.

Antonio había extendido para mí una carta de disculpas. Le hubo dejado de recado al criado que debía entregarla antes de las cuatro de la tarde, pues me invitaba a cenar, y el pobre, amenazado por el porte de mi amigo, obedeció de inmediato.

Recuerdo ver las letras, la elegancia de su caligrafía casi pretenciosa, el pulso de la tinta corrida sobre el papel amarillento, las palabras borradas que no fueron errores... y, sin embargo, nada de ella leí. Martín se había ido dos días, y mi mundo ya no existía. Era yo la espera de las hojas otoñales sobre el jardín de piedra, los sonidos apagados de la noche y las flores bajo la tierra.

Cuando ella tuvo ese accidente, cuando no volvía, me sentí así también. Cuando a ella no la encontraban aunque buscaban en el agua y yo esperaba en casa sin saber, relleno de ilusión, con la negación sobre la espalda. Pero a ella sí la hallaron y me dejaron el mundo quebrado cuando supe que su nombre ya nunca sería llamado. Una niña bien maquillada con el vestido de primera comunión a la que fotografían como si viviera todavía. Y yo ahí también esperaba... esperaba que se reanimara y me contara sus historias para reírme con su risa en nuestro verano perfecto de eternidad somnolienta. Pero la vida no le llegaba, ella no cruzaba la puerta, él tampoco entraba.

Si Martín se muriera en el futuro, si en mala hora se lo llevase la enfermedad que atormenta su siglo ¿Me enteraría? ¿Sabría percibir la ausencia de su alma, o me quedaría bajo el peso de la incertidumbre a la espera de una llamada?

―¿Qué te pasa? ―preguntó repentinamente la voz ansiada.

Un sobresalto, una luz, una alegría brevísima.

―¡Martín! ―exclamé aliviado a la vez que le abracé―. ¡¿Está usted bien?! ¡Me figuré que si no aparecía, estaría privado del sueño o...!

No se apartó de mí antes de volver a hablar. Ninguno habíase aún percatado de que nos tocábamos sin traspasar el cuerpo fantasmal.

―Antes de cualquier cosa, tengo que decirte algo urgente ―un poco de la firmeza de su tono me asustó e hizo retroceder. Le miré expectante y él hizo lo propio―. Pero no estoy seguro de si debo decírtelo o no, ese es uno de los problemas que me ha tenido sin dormir.

―Si va a empezar a contar algo, me parece que a lo menos debería tener la decencia de terminar, no es usted una novela Doyle...

―Es el futuro mi problema... ―respondió sin mirarme―. Si te digo lo que sé puede que haga más mal que bien... ¡Pero...!

―¿Se ha enterado de algo sobre mi futuro y desea advertirme, mas no está seguro de si deseo saberlo? ―asintió con la cabeza. Lo noté más real, más tangible y por igual decaído, enfermo―. ¿Debieron Edipo y su padre escuchar la profecía del Oráculo?

―Me mandaron a leer "Edipo rey" en el colegio, pero... ¿No era el que se casó con su mamá?

Sonreí. No estaba seguro de mi propia respuesta... De haber asesinado a Edipo a tiempo, la profecía no se habría cumplido, de igual forma se habría evitado si, incluso conociendo el futuro, Edipo no hubiera actuado; sin embargo, ¿cómo puede uno permanecer quieto sabiendo que el futuro acecha?

―Sin la intervención del Oráculo, Edipo no caería en las garras del destino... Dígame entonces, ¿debería escucharlo?

―La verdad, no sé ―el rubor se le subió al rostro, vergüenza, tal vez―. Pero lo que puedo contarte no es sobre ti, es de Chile, así que igual no es como lo de Edipo rey, creo.

"No debería escuchar esto. Debo negarme, esto no es lo correcto".

―Cuéntame.

Supe ese día que la guerra civil era inminente y que, muy probablemente, mi fervor político me terminaría involucrando en la historia de nuestro joven país. No le pedí que buscara mi nombre, no le pregunté cuándo acabaría, no le supliqué que encontrara la fecha de mi muerte, ni le rogué que no volviera a desaparecer; en lugar de eso me senté en la silla del escritorio y dije:

―¡Qué linda se ve la tierra cuando hay luna!

Mi nombre fue NicolásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora