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Cuando desperté eran pasadas las dos de la tarde y me sentía enfermo. Pero no me dolió la herida hasta caí en cuenta de que no sentía su presencia. La televisión contaba 400 muertos por covid el día anterior, el vago eco de esa sentencia por primera vez no me atemorizó. 
Pensé en mi padre, y me dije: 

"¿Y si lo llamo? Estoy puro weando esperando a que se comuniquen ellos primero, seguro están igual de asustados con toda esta wea".

 Y marqué la llamada desde WhatsApp, bien dispuesto a siempre gastar lo menos posible en aquello que en el fondo espero salga mal. El "bip" irritante de la aplicación se siente siempre fuera de lugar, como que te va recordando "Esto no es una llamada real". 

Un nuevo miedo me asaltó:

 "¿Y si cuando conteste, le da a la videollamada?, no voy a poder decirles que no". 

Corrí horrorizado hasta el baño a mirar lo que había evitado por ya casi una semana. No estaba tan mal como podría haber estado, es verdad. Pero debía afeitarme, peinarme y preferiblemente hacerme un corte de pelo que no hiciera a mi padre decir "Parece niñita usted" o "Me salió maricón parece ah". 
Y ahí estaba "bip" otra vez con su tono vibrante, listo para condenar el hilo de mis pensamientos al olvido, listo para arrancarme del estupor y ayudarme a pensar en que debía colocarme un polerón mínimamente decente sobre la polera rosada que llevaba.

 "¡No vaya a ser que la vea!". 
Bip... 

"Ahí está mejor mi pelo". 
Bip... 

"Con esta luz no se me nota la barba" Bip... 

"Puesto el polerón azul".
 Bip... 

"¿Cómo estará la mamá?". 
Bip... 
Bip... 
Bip... 

La certeza: "No me va a contestar".
El sonido como de burbuja reventada me reveló que mi incursión había fracasado. Sonreí.

 ―Igual qué importa en volá está ocupado ―y al verme en el reflejo―. Me veo re bien la verdad. 

De inmediato, sorprendido, comprendí que no me había dedicado a mí mismo un halago en años. Supuse que de tanto fingir ser un humano decente frente a Nicolás, me lo estaba empezando a creer. 

―Miente, miente, que algo queda... ―recité con la voz de mi padre en la mente. 

La cuarentena se había alargado y pronto me vería en la obligación de pedir un permiso para dejar mi departamento y dirigirme al supermercado. Quizás no venía mal "pegarme una arregladita" para ese contacto con el mundo exterior, incluso podía tratar de cortar mi pelo sin ayuda, sí, iba a verme genial. 

Sobre el lavamanos mi teléfono vibró tres, cuatro, cinco veces. Y mis manos torpes y temblorosas se apuraron a desbloquearlo. 

Eran mensajes, cinco para ser exactos; dos eran notificaciones de VTR, otro una publicidad de AliExpress, pero los restantes ¡Cuánta felicidad me trajeron! Eran de la Caro, mi ex que me deseaba un feliz cumpleaños. Tanta fue mi emoción que incluso ignoré que mi cumpleaños había sido dos semanas antes para seguir hablándole un poco más. 

Anhelaba el contacto humano más que cualquier cosa a esas alturas, puesto que mi aislamiento había comenzado mucho antes del covid y del estallido, mucho antes de que el mundo tuviera la culpa de mi encierro. 

Terminé por aceptar salir un día con ella, cuando hubieran levantado la cuarentena. Probablemente, a esas alturas la Caro ya no recordaba por qué habíamos terminado, pero yo sí y por lo mismo era consciente del desenlace que tendría intentar revivir nuestra amistad... Entre nosotros era imposible hablar. 

Miré entonces el comedor vacío y rellené los asientos con la imaginaria presencia de Nicolás, ya aceptaba mi mente la realidad, solo con él podía mantener conversaciones y eso se debía únicamente a la rareza con la que mi mundo se presentaba ante el de él. Pensé en leer sobre el gobierno de su época, sobre ese tipo, Balmaceda que al final por alguna cosa se había pegado un tiro, pero mi curiosidad no fue suficiente y en su lugar comencé a prepararme mentalmente para la decepción que me llevaría la junta futura con la Caro. La herida volvió a doler.

 "¡Qué bonito que era ese mantel!". Recordé.

Mi nombre fue NicolásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora