Parte sin título 38

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El dolor toma varias formas, en cada persona se aprecia con una marca diferente guardada en la mente, mezclada con las ideas infantiles y las aspiraciones decepcionantes de la juventud. Muchos hombres de bien, aprendemos a afrontar aquello que no deseamos aceptar escapando de nuestros propios pensamientos, ocultándolos bajo los pasos que damos cada día en dirección al tiempo. Me parece que ese hombre de mirada fuerte y recta postura era, desde años antes de los cambios, un compañero en el refugio de la huida.

Don Esteban, el padre de Nicolás, al que alguna vez vi en los fugaces encuentros sociales en común,  convirtióse en un amigo durante 1891.

Cuando por vez primera observé a la cabeza de la familia era verano y la cena se servía con plena luz de día, él estaba sentado con una copa de vino delicadamente presionada contra los labios, sumergido en las imágenes que el aroma del brebaje le brindaba, transportado a un mundo lejano; tal cual el hijo hacía la mayor parte del día cuando se perdía en las ventanas de nuestro lugar de trabajo. Solo con esa pequeña visión, entendí cada movimiento en las manos de Nicolás, aunque por supuesto, ningún comentario salió de mi boca.

No fue hasta que Nicolás se marchó que comencé a hablar con Don Esteban. Él no estaba al tanto de la situación que su hijo hubo vivido los meses antes de su escapada y yo no deseaba hablar de eso. Martín, el alma en pena que lloraba su marcha en la habitación vacía, no provocaba en mí la menor compasión, creo que le culpaba, hoy sé que solo buscaba a que alguien más pagara la responsabilidad que yo no quería dejar sobre Nicolás.

A  Esteban lo veía apagándose sobre el fuego de su amor, evadiendo el dolor de la traición y el abandono a través de la deshumanización de su persona; en más de una ocasión le encontré murmurando al aire palabras de apoyo, sentencias y adioses. Habrá sido por eso, pienso yo, que permitió mi compañía por tanto tiempo... ni siquiera su esposa podría haberlo entendido tanto como yo, pues él, aunque tarde, deseaba saber quién había sido su hijo, al menos la versión que yo hube conocido.

―No hablamos cuando estamos solos, nadie lo hace, no en realidad ―me dijo una noche―. Verá, solo cuando la compañía humana se vuelve privilegio del recuerdo, nuestra voz se hace con el valor de contestarse a sí misma las preguntas que no cuestiona en el día. Así es cómo los locos y los solitarios encuentran sus mentiras, chocando contra los vidrios de sus ojos al ritmo acompasado del reloj.

¡Y qué razón tenía! ¡Lo veo ahora, Don Esteban, lo veo como lo vio usted! Solo Dios sabe cuánto anhelo decírselo y, sin embargo, para hacerlo tendré que primero esperar que la muerte me lleve hasta los lugares que hoy su alma habita.

Mientras espero, también con la copa en la diestra, recuerdo el silencio de las navidades y el abrazo solitario del santoral. Cuando todo esto pase, le preguntaré también a Martín qué hizo su voz tan especial.

Mi nombre fue NicolásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora