Capítulo 1

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-Es demasiado tarde, Mamoru.

-¿Qué quieres decir? -chilló él al auricular.

Su voz era tensa. Los abogados tienen la costumbre de dar los detalles con cuentagotas, sobre todo a los amigos.

-El proceso comenzó hace seis meses.

-¿Qué? ¿Estás diciéndome que hay una mujer a la que nunca he visto y que va por ahí con mi hijo en sus entrañas?

-En resumidas cuentas, sí.

Mamoru Chiba se protegió los ojos del sol cegador que entraba por la ventana de su oficina y se masajeó las sienes. Aquello era cosa de Kaolinete, lo sabía.

-Dios! Si Kaolinete no estuviera muerta, la mataría.

-Oh, aún falta lo mejor!

Mamoru cerró los ojos mientras trataba de dominarse.

-Suéltalo.

-Ella cree que sólo eres un donante de semen -dijo, provocando que Mamoru sintiera algo asqueroso agitarse en su interior-. Y no está dispuesta a que te acerques al niño, ni siquiera a decirte la hora que es.

-Eso ya lo veremos.

Mamoru colgó el teléfono, la cabeza estaba a punto de estallarle. Buscó el sillón Kaolinete estaba cinchándole desde la tumba. Mamoru no lamentaba su pérdida. Lo había sentido meses antes, durante un breve periodo después del accidente, con el poco cariño que le quedaba por ella. Ahora sólo sentía rabia y resquemor. Se habría aprovechado de su trabajo en la clínica de fertilización para vengarse de él. Kaolinete tenía acceso y bien sabía Dios que tenía la motivación, pero con aquello se había superado a sí misma. Era repugnante. Siempre había sido lo mismo con la cuestión de los hijos. El quería tenerlos, ella no podía. En su momento, a él no le importó. Su única intención era convertirse en padre de quien fuera. Quería sentir la dulce energía que proporcionan los niños, su fascinación ante el descubrimiento del mundo, quería amarles y sentirse amado. Ahogando sus sueños secretos de tener un hijo propio, había convencido a Kaolinete de que iniciaran los trámites de la adopción, una espera de siete años para conseguir un recién nacido. Pero fue Kaolinete, como gerente de la clínica, quien había sugerido la posibilidad de contratar una madre de alquiler.

A Mamoru no le había gustado la idea de que una desconocida concibiera un hijo suyo mediante la inseminación artificial. El mero enunciado parecía aséptico e impersonal. No le cabía en la cabeza que una mujer soportara el embarazo y el parto sólo para acabar renunciando a los derechos sobre el niño. Sin embargo, Kaolinete le convenció de que era una opción razonable con el argumento de que al menos llevaría su sangre.

«Te dejaste convencer», le acusó su conciencia. Su deseo de tener un hijo era muy grande, pero, con todo, se había resistido. Recordaba la humillación de encontrarse en una diminuta habitación esterilizada con el frasco de muestras en la mano, el sofá de cuero y el montón de cintas de vídeo. Había obligado a Kaolinete a acompañarle. Ahora recordaba que ella se mostró más que dispuesta a cooperar.

Dos semanas después su mundo se derrumbó. O, por lo menos, lo que él había creído su matrimonio. ¡Demonios! Sabía que se había terminado antes de eso. Lo mismo que sabía que tener hijos era mal motivo para evitar la separación. Sin embargo, sintió que le habían estafado algo precioso e inestimable cuando, un día que llevó el coche de Kaolinete al taller, descubrió las píldoras anticonceptivas en la guantera. Kaolinete no era estéril, sólo que jamás había estado dispuesta a tener niños. No quería que su carrera o su figura se vieran afectadas. Que los fabricaran las máquinas de tener niños, había dicho sin saber que él escuchaba sus amargos comentarios desde el pasillo. Cuando llegó a la puerta de su despacho... ¡Oh! ¡Cómo trató de ofrecer una explicación balbuciente! Pero, en aquel momento, Mamoru la había visto como verdaderamente era, una mujer egoísta, sin corazón, un ejemplo execrable para su futuro papel de madre. Mamoru le dijo que anulara su ficha, su matrimonio y su donación.

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