Capítulo XI: El Viaje Continúa

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El dinero solo alcanzó para una habitación con baño incluido. Pero no había que preocuparse por dormir en una sola cama. Las habitaciones de las posadas eran de tres camas, y ese día estaban de suerte, pues no había mucha gente quedándose en Cubbington en aquel momento, por lo que cuando estuvieron dentro de la habitación pudieron tomar camas separadas.

Arreglaron las cosas e Isabel dijo que se daría un baño.

-Bien -dijo Miguel-, entonces saldré a dar una vuelta por el pueblo. Regresaré en una hora...

-Está bien, me aseguraré de dejarte carbón para que calientes el agua.

Miguel asintió y salió. Isabel se quedó mirando la puerta, luego sonrió.

-¡Un baño!

El agua estaba caliente y se sumergió en la bañera de latón con gran placer. Los cabellos le chorreaban agua, mientras ella se restregaba y sonreía.

No salió de la bañera hasta que estuvo bien arrugada. Entonces se secó y lavó la ropa que había llevado puesta.

Se puso una camisa extra y la capa encima; luego se peinó el largo cabello con los dedos y se sentó frente al fuego que ardía en la habitación, para secárselo.

Ya había pasado casi una hora y Miguel no había dado señales de regresar. Isabel sintió otra vez, aquella extraña sensación de estar sola, de no tener nada ni a nadie

En ese momento se escuchó que tocaban la puerta. Ésta se abrió e Isabel pudo ver el rostro de Miguel asomándose.

-¿Estás presentable? -inquirió.

-Pues claro, entra... -respondió ella con una sonrisa.

-¿Cómo estuvo el baño?

-Reparador, hasta pude lavar la ropa.

-Bien, me alegro.

-Es tu turno ahora -dijo Isabel-, saldré para que puedas bañarte tranquilo.

-Gracias, pero no te alejes mucho. -dijo él, mirándola- Este pueblo no me agrada demasiado, y seria buena idea partir mañana temprano.

Isabel lo miró seria y recordó la casa ruinosa en la que habían estado. Ella asintió.

-Está bien, no demoraré entonces...

* * *

Al regresar, encontró a Miguel parado a la ventana. Ya empezaba a oscurecer y él veía el atardecer desde ahí. Se volvió y la miró.

-¿Todo bien? -preguntó al verla. Isabel asintió.- ¿Ya tienes sueño?

-Un poco, la verdad solo quiero recostarme en la cama... -dijo ella con una sonrisa-, hace rato que no sé qué es dormir en una blanda cama... y tú ¿tienes sueño?

Miguel negó con la cabeza.

-No en realidad...

-Pues si quieres, podemos hablar de algo -dijo ella luego de un momento-, aun no me has contado de dónde eres.

-Y tú no me has dicho por qué llevas ocultas las manos... -dijo Miguel en el mismo tono que ella había utilizado.

Isabel se quedó sorprendida.

-Lo siento, no fue mi intención. -se disculpó él.

Ella evitó su mirada. Caminó hacia la cama y se sentó en ella.

-Bien, es mejor descansar ya -dijo Miguel con algo de nerviosismo-, mañana saldremos a primera hora y hay que aprovechar el tiempo. Offchurch está a cuatro kilómetros de aquí, así que para el atardecer, si no se nos complica el camino, estaremos llegando.

Caminó hacia la segunda cama, después de la de Isabel y se acostó. Isabel lo observó sin decir nada, se recostó y miró el techo sobre ella.

-Yo... -pronunció suavemente- también lo siento, Miguel.

Él cerró los ojos tras escucharla.

* * *

Septiembre 10

Eran aproximadamente la una de la tarde, cuando se detuvieron a comer algo. Un trozo de pan y un pedazo de jamón que le habían dado los Castañeda.

Comieron rápido y sin hablar, luego emprendieron la marcha otra vez. Al final de la tarde llegaron a Offchurch sin problemas, pero no durmieron en el pueblo, sino en los lindes del mismo.

* * *

Con ese ritmo transcurrieron los días y los pueblos. De Offchurch, la ruta seguía a Southam, Upper Catesby, Arbury Hill que era un pico muy famoso al cual iba mucha gente; luego Maidford con sus casas rutilantes y carros de posta, pero que Isabel no pudo pagar; Bradden, Whittle Bury y Lillingstone Dayrell, donde encontraron una feria con trovadores, juglares, saltimbanquis y otros espectáculos dignos de una feria.

Isabel corrió de puesto en puesto, mirando maravillada los juegos y las representaciones teatrales, las locuras de los payasos y las piruetas de los saltimbanquis, y escuchó encantada las historias de los juglares.

Por su parte Miguel la contemplaba en silencio y le sonreía cuando ella lo miraba. La siguió, recorriendo juntos todas las atracciones.

Esa noche durmieron con las gentes de la feria y cuando amaneció, abandonaron Lillingstone Dayrell, camino hacia el pueblo de Baechampton.

Durante el trayecto a dicho pueblo, les cayó una lluvia de golpe y terminaron calados hasta los huesos. Estaban atravesando un bosquecillo muy verde y apretado, por el cual era la única forma de pasar hacia Beachampton sin tener que dar un rodeo de millas. Pero el frío y la lluvia les hacia mas difícil y lento el camino, y las manos y pies entumecidos no eran de mucha ayuda.

-Creo que estamos por salir del bosque. -dijo Miguel.

-¡Ya era hora! -exclamó Isabel-, pero no sé qué será mejor: estar aquí o al descampado con esta lluvia...

Miguel sonrió.

-Tienes razón, pero... -dijo y, deteniéndose, apartó una rama que dejó ver la salida del bosquecillo. Una claridad se extendía en lontananza y cercana a la salida del bosque, se asomaba la vía que llevaba al pueblo, y una iglesia catedral se alzaba muy cercana.

-Me parece que esa es la catedral de Baechampton. -terminó diciendo Miguel y miró a Isabel- Será un buen refugio mientras escampa la lluvia, vamos...

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