CAPITULO 3

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Naru intentaba concentrarse en los libros abiertos sobre el escritorio, pero no podía pensar en los ingresos y gastos del día. Un rostro moreno la distraía. Cada vez que pensaba en aquellos ojos negros de cazador, sentía un nudo en el estómago y el corazón le latía con fuerza. Era miedo. Aunque se había mostrado amable, Sasuke Uchiha podía ocultar su verdadera naturaleza tan poco como una pantera. Percibía que era una amenaza para el.

El instinto lo impulsaba a armarse contra él, a dejarlo fuera de sus murallas. Había luchado demasiado para permitir ahora que un desconocido moreno alterara lo que había conseguido. Llevaba una vida intencionadamente plácida y resentía aquella interrupción de su tranquilidad.

Levantó la vista a la pequeña fotografía que había en el estante superior de su mesa No era una de sus fotos de boda, que no miraba nunca. Era una foto sacada en el verano de su último curso en el instituto; se había juntado un grupo y pasado el día en el agua, volviendo a la orilla para comer. Ino Yamanaka llevaba la cámara de su madre y les hizo fotos a todos. Gaara perseguía a Naru con un cubito de hielo que quería meterle por la blusa, pero cuando al fin lo atrapó, el se defendió y lo obligó a tirarlo. Cuando les hicieron la foto, Gaara sonreía con la mano en la cintura el.

Un Gaara alto que empezaba a dejar atrás la adolescencia y poner algunos kilos. Con el pelo cayéndole sobre la frente, sonrisa abierta y ojos verdes brillantes. Siempre estaba riendo. Naru no se molestó en mirar a al chico que era entonces, pero sí vio cómo lo sostenía Gaara, el vínculo entre ellos era evidente. Miró la alianza de oro que llevaba en la mano izquierda. La alianza de Gaara.

Desde él no había habido otro. No había querido a nadie. No le habían interesado ni tentado otros. Había gente a le que quería, por supuesto, pero en un sentido romántico; estaba tan aislado, que ignoraba si atraía a algún hombre... hasta que entró Sasuke Uchiha en su oficina y lo miró con ojos como el hielo negro. Había sentido su atención fija en el como un láser. Y le pareció peligroso.

Se marchó después de mirar los barcos, pero volvería. Lo sabía sin ninguna duda. Suspiró y salió al muelle. El aire cálido nocturno lo envolvía. Su casita estaba justo en la orilla del lago, con escalones que llevaban desde el muelle a su muelle privado. Se sentó en una de las sillas de patio y puso los pies en la barandilla, tranquilizado por la paz del río.

Las noches de verano no eran silenciosas, estaba el murmullo constante de los insectos, ranas y aves nocturnas, los chapuzones de los peces al saltar, el susurro de los árboles y el canturreo del río, pero había serenidad en el ruido. No había luna, así que las estrellas resultaban muy visibles en el cuenco negro del cielo, y su luz frágil y parpadeante se reflejaba en un millón de pequeños diamantes sobre el agua. El río principal se unía al lago a menos de veinte metros de su casa, y su corriente producía olas en la superficie.

Los vecinos más próximos estaban a cuatrocientos metros, ocultos a la vista por un promontorio. Las únicas casas que se veían desde su muelle eran las del otro lado, a más de kilómetro y medio de distancia. El lago Guntersville, formado al crear un pantano en el río Tennessee en los años treinta, era largo y ancho, de forma irregular, con cientos de salientes y numerosos islotes pequeños cubiertos de árboles.

Había vivido siempre allí. Allí estaba su hogar, su familia, sus amigos, unas raíces largas y profundas de casi doscientos años. Conocía la paz de las estaciones, el pulso del río. Nunca había querido estar en otra parte. Aquello era su fortaleza. Pero ahora se veía amenazado por dos enemigos distintos y tendría que luchar para protegerse.

La primera amenaza lo ponía furiosa. Kiba Inuzuka no se proponía nada bueno. No lo conocía bien, pero tenía instinto para la gente y casi nunca se equivocaba. Tenía un carácter retorcido que lo molestó desde el principio, cuando empezó a alquilarle una de las lanchas motoras, pero tardó un par de meses en sospechar de él. Y fue por una serie de cosas pequeñas... como el modo en que siempre miraba a su alrededor antes de salir del muelle. Y la expresión de triunfo y alivio con la que regresaba, como si hubiera conseguido hacer algo que no debía.

Amando a un doncelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora