- Virus americano -

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Jungkook

Marchan los soldados y entre ellos yo.

Me llamo Jungkook, tengo 17 años y quiero irme a casa. A esa de los sueños con cerca blanca y cachorro en el jardín. La mía es de ese estilo tradicional burgués, aunque jamás me sentí privilegiado porque todas las de mi calle y otras cien calles a la redonda se veían igual.

Lo único que la diferenció de las otras fueron nuestros vecinos. Nadie fue más afortunado que yo desde que una camioneta de mudanza cargada de juguetes dobló la esquina. Debí tener seis cuando sucedió, pero recuerdo vívidamente mi alegría al reconocer que entre los nuevos habitantes se mudaba un niño. Era la casa más cercana a la mía, deshabitada desde que tenía uso de razón. En ese tiempo no tenía permitido vagar por el vecindario desde que muriera Francis en el accidente del conductor ebrio, por lo que aquella llegada prometía poner fin a mi soledad eterna. 

Recuerdo que mi madre miró con curiosidad a la mujer de vestido colorido que bajó del asiento del copiloto. Yo lo miré a él: tan pequeño como yo, con el cabello rubio y los ojos curiosos moviéndose alrededor. Se veía perfecto para ser mi amigo, a pesar del horrible conejo rosa que colgaba de su mano.

El pastel de bienvenida fue la excusa que debió encontrar mi madre a la tantas para que me callara, después de todo un día de insistir en que debíamos presentarnos. Al anochecer fuimos de la mano hasta el porche con una tarta de manzana de bordes quemados. Era experto en hacerle pasar bochornos.

—Se llama Jimin. —murmuré cuando fue llamado a saludar. Jimin se paró detrás de las piernas de su madre y me sonrió con la mirada. Yo era tímido, pero él fue peor. Por eso me las ingenié para atravesar la puerta y tenderle la mano.

Al día siguiente estaba ahí, en el umbral de su casa a las 7:25 de la mañana, listo para hacerme cargo de su primer día de escuela.

Y así fue por los próximos once años.



Ese telegrama cambió nuestras vidas. Mi padre, veterano al fin, anticipó el llamado apenas las noticias anunciaron que el país estaba en guerra. Fue el único que no se mostró sorprendido cuando tocaron a la puerta con insistencia. Dijo que así era la guerra, no esperaba voluntarios.

Marcho en un pelotón de mil quinientos soldados que no dejan de toser. Beben de la misma botella de ginebra para mantenerse en calor. Yo no, porque odio el alcohol. Vamos a la guerra.

Tengo pantalones negros, camisa azul y una horrible gorra de conductor. El fusil era de las posesiones de mi padre que jamás me dejó tocar, pero que siempre me causó admiración. Ahora tiene la misma connotación de una cuchara. Ayudarme a seguir con vida. Ha perdido valor desde que se volviera un objeto más que debo cargar, que me exigen cargar en estas interminables expediciones de lado a lado del país.

Me habría gustado visitar estos lugares con Jimin, en otras circunstancias. Ir de paseo por las cataratas o caminar por la nieve en el invierno del norte. La punta de su nariz se habría puesto roja por el frío y yo lo habría tomado como excusa para besarla. Es un tonto descarado que de niño accedía a cambiarme dulces por besos. Después me los daba sin avisar.



¿He dicho que llueve? Todos los días. Estamos en otoño. Ni siquiera sé porque tendría que llover en esta estación. Tengo humedad en los pies desde hace un mes. Son las cuatro de la tarde y parece media noche. Un cielo oscuro y una pertinaz llovizna que a veces termina en aguacero mientras avanzamos.

"¿Quién es tan tonto para ir a la guerra lloviendo?" —pregunto en silencio y quiero restregarle mi respuesta a todos los que marchan a mi lado— "Malditamente nadie. Sólo nosotros. Los seres humanos se quedan en sus casas tomando té y contando historias alrededor del fuego. La guerra debería ser para los de vocación violenta. Ahí se reunirían sólo aquellos que quieren pelear. Encontrarían el espacio perfecto para asesinar sin cargos."

Pienso en Jimin y sus hermosos cabellos dorados. Eso debería bastar para iluminar este día fúnebre. Somos mil quinientas bombas marchando hacia una muerte inminente y yo sólo pienso en irme a casa.

Si llueve, es seguro que estará sentado al lado de la ventana, mirando la lluvia con expresión melancólica mientras recuerda nuestro primer beso. Acordamos decir que fue un accidente lo que unió nuestros labios en caso de que nos sorprendieran. No teníamos idea de cuantos prejuicios podían caernos encima por aquellos roces, pero aún así lo mantuvimos en secreto. En ese tiempo no se hablaba de tales temas en las casas de familia. Tampoco sabíamos lo que era el amor.



Han muerto Tito, Benny y Maradona, los alegres de mi batallón. Pobres, no sobrepasaron el cuarto día desde que comenzó la tos y ya no pararon hasta el descanso. La fiebre fue tan alta que Benny se orinó en los pantalones y repetía el nombre de su madre, que según él se había marchado a ese país del sur de donde emigraron cuando era un niño.

Estamos acercándonos a una zona fronteriza. No hay una línea divisoria que nos separe, sólo las señales en el suelo de que nos movemos en un campo minado. No quiero volver con una pierna menos. Jimin no me querrá. Le gusta cuando lo hacemos de pie los domingos en el baño de mi casa, mientras todos beben vino en el jardín. Los demás días improvisamos los lugares. Es increíble como con un gesto puedo llegar a entender sus deseos.


Los exploradores regresan dando el aviso de qué más adelante el oponente ha tomado posiciones de descanso. Se han detenido, aunque la formación de los batallones al parecer se mantiene. ¿Alguien ha dado el aviso de que estamos enfermos? Oigo los gritos de un lado a otro de las formaciones. ¿Se retiran? "Le han avisado que estamos muriendo a causa de una epidemia que ha diezmado las tropas y que pretendemos....". No puedo oír nada más por el ruido de toses de todos los que marchan a mi lado. Mis síntomas aún no aparecen, pero el médico dice que es imposible que esté sano. Unos segundos de silencio me permitirían entender lo que le cuentan al jefe de escuadrón.

Un acceso de tos me convulsiona y me obliga a detenerme. Los que marchan detrás de mí se adelantan y toman mi lugar cubriendo el espacio vacío. Es así como nos educaron en la marcha y en la batalla. Nadie repara en que me voy quedando al final. La tos es falsa, pero mis ganas de huir no. Sigo fingiendo arcadas mientras enumero la cadencia de las pisadas en el fango. 1... 2... 3... 15... 24...

Suena la trompeta enemiga de la retirada. Alguien suelta un "¡Imposible!" con furia. El enemigo ha empezado a replegarse. El plan del general fue saboteado.

Perdemos la guerra, hace meses que todos lo saben, incluso desde antes de llegar esta maldita infección a contagiarnos. El general tose a la par de los demás. No ha muerto de puro milagro, porque fue el primero en mostrar síntomas. Sospechan que fue quién trajo la muerte al campamento después de ir a acostarse con esa adivina a la que le faltaba un ojo. Con el último aliento que le queda nos conduce al campo de batalla,  donde si no exterminamos al enemigo con pólvora, lo haremos con este mismo virus que acaba con nosotros.

Ellos lo harán. Yo no. Yo me iré con Jimin. Escaparemos juntos a un lugar donde nadie sabrá de nosotros jamás y seremos felices.

Dejo que pase a mi lado el último grupo rezagado. Me muevo hacia un costado todo lo veloz que me permite mi debilitado estado de salud. Me dejo caer sobre el fango como un muerto. Ruedo a un lado y a otro y me camuflo, esperando que se alejen para entonces sí, echar a correr.

𝙳𝙴𝚂𝚃𝙸𝙽𝙾 ••𝗄𝗈𝗈𝗄𝗆𝗂𝗇••Donde viven las historias. Descúbrelo ahora