Memento Mori

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1988 en Ginebra, Suiza

Con prisa pero sin pausa, así caminaba una de las pocas personas que andaban bajo el incesante cortina de lluvia que caía desde las oscuras nubes que tapaban la vista del cielo y creaban un escalofriante manto alrededor de la ciudad. El único sonido que se escuchaba era el del viento arrastrando las pocas hojas que quedaban en los secos árboles y el mar que se agitaba turbulento a las afueras. A diferencia de la mujer que pasaba por la parte opuesta de la calle embutida en un largo abrigo, que no dejaba ver las hombreras colocadas debajo de su corta camiseta roja o su pantalón de tiro alto, el hombre que apenas se podía distinguir aquel día por sus oscuras ropas, excepto por su destacable cabello no llevaba paraguas; ni se molestaba en utilizar su chaqueta de cuero negro, con marcas a causa de su uso para taparse de las gotas de lluvia. De hecho, parecía estar disfrutando del mal tiempo, saboreando cada lágrima transparente, incolora e insípida que se precipitaba hacia abajo, deslizándose por sus abundantes pero ya mojados y aplastados cabellos pelirrojos. Sus pies se pararon de repente, metió la callosa mano izquierda en el bolsillo de su cazadora y sacó un papel, como si quisiera asegurarse de que no se había confundido de sitio. Releyó las instrucciones antes de seguir caminando, pasando delante de los cerrados escaparates con anuncios de ropa, perfumes o peluquería. Siguió caminando dos manzanas más, sin molestarse a saltear con sus botas marrones los charcos llenos de agua y otras sustancias que los teñían de colores fangosos.

Levantó la vista. En frente de él había una puerta cerrada y a los lados de lo que en su tiempo había sido una de las tiendas con mayor éxito, tras las cristaleras sucias, llenas de carteles publicitarios y del gigantesco anuncio rojo con letras blancas que anunciaba en suizo: "se vende", se podían admirar dos maniquís a cada lado sin ropa que adornase aquella estructura blanca que en su tiempo había estado cubierta por ropa de primera calidad. Respiró una vez antes de mirar hacía ambos lados de la calle vacía. Después, con las instrucciones grabadas en su mente golpeó la descascarillada puerta una vez, dos veces con el puño siguiendo un código muy específico que le permitiría el acceso. Retiró la palma de la entrada y esperó. Un segundo, dos, tres. Ya iba por el décimo y se estaba dando la vuelta para alejarse, pensando que se había equivocado con la fecha o incluso con la clave cuando a sus espaldas la puerta chirrió, el único indicio de que alguien la había abierto. Tragó saliva, pero se dio la vuelta y avanzó con pasos decididos hacía el vestíbulo que apenas se podía entrever dentro de la oscura tienda. Abrió y cerró rápidamente volviéndose a escuchar aquel ruido que hacía que se le estremeciera el cuerpo de una sola sacudida. Pero, sorprendentemente, no se tropezó con todos aquellos objetos que yacían ahora inservibles llenos de polvo en el viejo suelo de madera, sino que  recorrió el camino de memoria. El único movimiento que sugería o más bien afirmaba que no era ni sería la primera vez que había ido a aquella tienda abandonada, ahora poblada por las personas que se encontraban en el sótano, iluminados solamente por la tenue resplandor de las velas que definía los trazos de aquellos rostros colocados de pie alrededor de una mesa redonda, como lo habían hecho en otro lugar el rey Arturo y sus doce Caballeros de la Mesa Redonda. Se podría decir que ambas eran ordenes con distintos fines: mientras que el antiguo rey de Gran Bretaña y sus caballeros tenían como objetivo principal discutir y asegurar la seguridad de su reino, aquella orden, formada por millones de acólitos distribuidos por distintos rincones del mundo, tenía fines oscuros e incluso sádicos para quien no compartía su visión. Sin embargo, los que permanecían fielmente liderados por un jerarca cuyo aspecto y nombre desconocían, alegaban que era impensable para el bien del mundo. 

Tras bajar las escaleras, se unió a la mesa. En el fondo de la habitación podía distinguirse a una joven, de unos vente años que se debatía contra las cadenas e intentaba gritar a través de la mordaza. El recién llegado la echó un vistazo por encima del ojo, observando su  larga túnica negra monjil y la cruz que se balanceaba constantemente sobre su pecho mientras se debatía. Ni un destello de miedo o compasión cruzaron por los ojos del pelirrojo, que apartó la mirada y ayudó a los demás miembros con los preparativos. Bien, pensó, sus acólitos habían echo lo que les había pedido anónimamente mediante un correo que había llegado hacía tres días, siguiendo muy cuidadosamente las instrucciones como él había fingido hacer el primer día que había aparecido en una de sus reuniones para supervisar como jerarca si de verdad estaban llevando acabo su cometido de vida, su destino, que él había comprendido y promovido por el mundo hacía cuatro años en aquella misma ciudad.

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